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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 252 | Marzo 2003

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Estados Unidos

George W. Bush: dictador en nombre de la democracia

Al borde del abismo de la guerra de Estados Unidos contra Irak y contra el mundo, millones y millones de seres humanos alertan indignados y exigen la paz como ciudadanos del planeta. También los ciudadanos de Estados Unidos. La sabia voz de esta mujer es una de las que debe escucharse con atención.

Margaret Randall

A lo largo de mi vida, he visto usar el término dictador para describir a una variada gama de dirigentes políticos. No hay duda que Hitler fue un dictador, quizás el primero del que yo tuve conciencia. Alrededor de su caracterización existe un consenso universal e indiscutible. Algunos aplicaron el término dictador al hablar de Stalin, cuya implacable represión y las decenas de miles de personas que fueron asesinadas durante su régimen hicieron fracasar un sistema que intentó ser un Estado de los trabajadores. La prensa occidental se refirió rutinariamente a Mao, a Tito y a otros dirigentes comunistas llamándolos dictadores, aun cuando no podían dejar de admitir que gobernaban Estados en los que mejorar la calidad de vida de las mayorías era un objetivo permanente.

En Cuba, Fidel, un dictador en opinión de sucesivas administraciones estadounidenses, podría llenar esta categoría si llegar al poder por las armas y permanecer en el poder durante toda una vida fueran los únicos criterios a considerar. Si así fuera, ¿qué decir de la lucha titánica de Cuba por crear una sociedad más justa y equitativa, qué decir de sus éxitos en la salud y en la educación y de esa generosa historia de colaboración humana y material con otras naciones subdesarrolladas? ¿Se es dictador sólo si uno llega al poder por cualquier otro medio que no sean las elecciones? ¿Qué otras características debe poseer el dictador? Y digo el porque casi todos los dictadores han sido hombres, hecho que refleja la naturaleza genérica del poder.

MI EXPERIENCIA ME PERMITE HABLAR DE LOS DICTADORES LATINOAMERICANOS

Mi experiencia personal en América Latina me permite hablar de los dictadores latinoamericanos del siglo veinte: Trujillo, Batista, Somoza, Pacheco Areco, Videla, Pinochet... Hombres que ostentaron todas las características del dictador: empleo de medios ilegales para acceder al poder, cuotas desproporcionadas de poder arrebatadas por cualquier método, extrema brutalidad en la esfera económica, social y política, y estructuras de defensa armada de su régimen a expensas del bienestar de la población y de la nación.

A lo largo de los años el término “dictador” ha sido empleado de forma laxa e indiscriminada. No comparto esta ligereza. Sin embargo, resulta difícil dar a entender -a gente no familiarizada con la realidad de una dictadura- lo que los dictadores hacen con la vida de los seres humanos. Tengo familiares y amigos en Chile, Argentina, Uruguay, Nicaragua, Guatemala y Sudáfrica que cargan con las profundas cicatrices que les dejó esta experiencia. A otros los perdí, o sus vidas se acortaron prematuramente o quedaron irreconocibles por la crueldad sufrida durante los regímenes dictatoriales.

La familia de mi nuera uruguaya sobrevivió a la dictadura de su país dividiéndose: ella y su hermana, ambas adolescentes en aquellos años, se vieron forzadas a exiliarse junto con su padre, mientras su hermano, que acababa de ser aceptado en la facultad de medicina, se quedó en Uruguay. Su novia y otros familiares también se quedaron. Como resultado, ninguno de los dos grupos familiares tuvo contacto entre sí, ni siquiera telefónico, durante seis largos años, ya que no existían relaciones diplomáticas entre su patria y el país en donde encontraron asilo.

AQUELLA NOCHE APRENDÍ MUCHO DE LO QUE HACE UNA DICTADURA

Recientemente, en una visita a Uruguay, les pregunté si estarían dispuestos a contarme cómo habían vivido aquellos años. Era una calurosa noche de enero en el hemisferio sur. Regresábamos de un juego de fútbol en el barrio, en el que habían participado sus hijos. Aceptaron hablar, pero en el aire era palpable la tensión cuando las hermanas, el hermano y otros más se acomodaron en las sillas playeras en el portal cubierto de hiedra de la casa junto al mar y comenzaron a traer a la memoria recuerdos lejanos y celosamente guardados.

Aquella noche yo aprendí algunas cosas acerca de lo que puede hacer una dictadura, incluso a quienes sobreviven en ella relativamente bien. Escuché a la hermana hablar sobre el odio que le provocó verse forzada a abandonar su país. Escuché a su hermano intentando reconstruir para mí lo que él había ido sintiendo a medida que le arrebataban la posibilidad de discrepar. Su novia, ya esposa y madre, relataba cómo tuvo que estudiar cinco años de una carrera universitaria que no había elegido, porque la dictadura intervino la universidad haciendo imposible las decisiones libres. No fue una conversación sobre cárceles, torturas o síndromes de estrés postraumático.

Sé montañas de historias sobre todo esto. Esta conversación me puso en contacto con los más sutiles aspectos de la vida en una dictadura, con los daños menos dramáticos que una dictadura provoca, los que afectan a toda la población. Se me hizo vívido el camino por el cual la dictadura se inmiscuye sigilosamente en la vida de la gente, paralizándola y haciendo que la huida deje de ser una opción. Lo que ellos me contaron me hizo entender mejor el proceso y no sólo el horror del resultado final.

BUSH REPRESENTA UN PELIGRO PARA LA HUMANIDAD Y PARA EL PLANETA

Poca gente que conozco está de acuerdo con mi argumento de que, aquí y ahora, en los Estados Unidos, tenemos un dictador como presidente. Un aspirante a dictador, tal vez una nueva clase de dictador, en cualquier caso un dictador. Dada la hegemonía de Estados Unidos en todo el planeta y dada la naturaleza del poder en el mundo de hoy, este dictador representa un peligro de proporciones incalculables para la humanidad y para la Tierra que habitamos. George W. Bush es un dictador en el pleno sentido de la palabra, rodeado por una camarilla de hombres y mujeres tercamente dedicados a servir lealmente a su líder como los Göerings y Himmlers del Tercer Reich.

Sin embargo, aun cuando Bush ha asumido ya poderes dictatoriales, los Estados Unidos no son una dictadura. Todavía no. Todavía podemos protestar y lo hacemos masivamente. Todavía se expresa un amplio abanico de opiniones, aun cuando la administración alienta las más retrógradas, que consecuentemente ganan cada día más fuerza y espacio. El discurso del nacionalismo mesiánico no se limita a Bush, ha sido asumido por muchos en su gobierno, incluso por Colin Powell, del que algunos esperaban podría ser la voz de la razón en este gobierno. La mayoría de los legisladores han concedido apresuradamente al presidente y al Ejecutivo el poder de tomar decisiones que están empujando a nuestra nación a tener como objetivo central la seguridad nacional y la defensa militar, a costa de recortar las inversiones en infraestructura y los programas sociales. Vivimos en una época aterradora.

ESTAMOS SIENDO FORZADOS A LA GUERRA EN NOMBRE DE LA DEMOCRACIA

Enfrentados a un presidente dictador, todavía tenemos márgenes de libertad con los cuales poder evitar una verdadera dictadura. Y es un imperativo que lo hagamos.
Dictadura en nombre de la democracia: un fenómeno del siglo XXI. Los Estados Unidos se proclaman a sí mismos como una democracia. Y es que, a pesar de la doctrina del Destino Manifiesto, de instalar o derrocar gobiernos por todo el mundo -muchos de ellos democráticamente electos- y de sus políticas expansionistas en todo el planeta, buena parte de la historia de este país ha sido verdaderamente democrática. Tenemos una Constitución liberal y una Declaración de Derechos, una tradición de sufragio que ha probado ser modélica, y luchas reivindicativas, como las que lograron los derechos civiles o los derechos de las minorías, que siguen siendo ejemplares.

Sin embargo, para ganarse el derecho a proclamarse como una democracia, un país debe llenar también otros requisitos asociados desde hace mucho tiempo a la democracia: elecciones honestas, gobierno representativo, una preocupación genuina por el bienestar de toda la población, y reales y significativos niveles de libertad de expresión, de asociación y de disentimiento.

No sólo nuestro actual presidente se proclama a sí mismo como abanderado global de la democracia, sino que también se ha constituido en quien decide hacer la guerra por todo el mundo en defensa de la representación que se atribuye. Un poderoso coro de medios hace eco a sus palabras. En nombre de la democracia, los americanos están siendo llamados a financiar y a morir en guerras a miles de kilómetros de sus casas. No, no llamados: forzados. De forma creciente, la protesta es considerada antipatriótica y el ondear de la bandera ocupa el lugar que debe tener el debate informado.

Cada vez más, la protesta se presenta como algo intrascendente. Bush ha declarado que Naciones Unidas o está con nosotros o será irrelevante, exigiendo a otras naciones unirse en coalición a su guerra interminable so pena de terminar siendo también irrelevantes.

BUSH LLEGÓ A LA PRESIDENCIA POR EL FRAUDE Y POR UN “GOLPE JURÍDICO”

Veamos cómo George W. Bush llena o no las más importantes definiciones de un dictador.Los dictadores asumen el poder por la fuerza, históricamente a través de golpes militares. Cuando los intereses de la clase poderosa se ven amenazados por un presidente civil -a menudo, un socialista o un populista o cualquier otro tipo de político que intente redistribuir las riquezas- las Fuerzas Armadas actúan. En estos casos la llegada al poder del dictador suele ir acompañada de derramamiento de sangre, en un rango que va desde carnicerías de miles de personas a breves escaramuzas en las que mueren unas docenas.

Frecuentemente, nuestra Agencia Central de Inteligencia, la CIA, ha dado su aporte a la ingeniería de estos golpes militares, como sucedió en Guatemala, Chile, Congo y Panamá, por citar sólo algunos casos. Desde hace muchos años en Estados Unidos las grandes fortunas personales o la habilidad para ordeñar los recursos públicos han determinado quién gana las elecciones, al menos los cargos nacionales y estaduales de mayor importancia. Aunque nuestras elecciones nunca son clasificadas como golpes de Estado y son consideradas claramente democráticas, está también claro que en esta “democracia” nadie puede resultar ganador sin tener y sin gastar millones de dólares. Pero hay que ir más allá, porque nuestras últimas elecciones presidenciales, las del año 2000, vaciaron nuestra democracia en un molde cualitativamente diferente.

Pocos dudan que Al Gore consiguió en esas elecciones más votos que George W. Bush. Posteriores investigaciones independientes demostraron que los republicanos urdieron todo tipo de fraudes. Cuando los fraudes no les garantizaron los resultados deseados, el asunto pasó a manos de la Corte Suprema, una Corte supuestamente comprometida con la honestidad, pero con magistrados mayoritariamente puestos en esos cargos por intereses para los cuales era un imperativo que Bush alcanzara la presidencia. Las elecciones se resolvieron no por un golpe militar sino por un golpe jurídico. George W. Bush llegó a la presidencia por la decisión de cinco de los nueve magistrados de la Corte Suprema.

Quien quiera estudiar más profundamente el fraude electoral del 2000 y un análisis del rol que jugó la Corte Suprema puede leer la obra de Alan M. Dershowitz Supreme Injustice: How the High Court Hijacked Election 2000 (Oxford University Press, 2001).

SIEMPRE ESTAMOS LISTOS PARA PELEAR, PARA MORIR, PARA MATAR

“Electo” de esta forma, George W. Bush proclamó de inmediato su victoria como un triunfo del proceso democrático. Este uso -o abuso- de las palabras es uno de los caminos por los cuales quienes han usurpado el poder en este país tienen capacidad de manipular a amplios sectores de nuestra población. Nos dicen que nuestra democracia es preciosa, que debemos protegerla y que las guerras que nos vemos obligados a hacer son para defenderla. Los más altos funcionarios de nuestro gobierno nos advierten que tal o cual situación amenaza la seguridad nacional de Estados Unidos y, sin cuestionar ninguna de sus declaraciones, nos alistamos para luchar contra la supuesta amenaza, incluso cuando esto signifique sacrificar nuestras libertades y nuestra estabilidad económica.

Desde el 11 de septiembre de 2001 –fecha del trágico atentado a las Torres Gemelas de Nueva York y al Pentágono-, siempre que la gente comenzaba a movilizarse reclamando seguridad laboral, atención sanitaria, subsidios en las medicinas para los ancianos o por cualquier otro problema interno de importancia, la súbita revelación de una amenaza terrorista en nuestras fronteras, en nuestro sistema de transporte o en nuestros puentes desviaba la atención de la opinión pública de estas preocupaciones. Tan sólo el aviso de que los códigos de la Seguridad Nacional de Estados Unidos pasan de la “alerta amarilla” a la “alerta naranja” es suficiente para aterrorizar a la gente y volverla sumisa, incluso cuando quede demostrado de inmediato que esos dramáticos avisos carecen de base real. Siempre estamos listos para pelear, para morir y para matar. Y matar se nos hace más fácil porque hemos sido entrenados para considerar a quienes matamos como no personas.

Hemos sido manipulados para creer que lo que tenemos en nuestro país es democracia. Cada discurso emotivo, cada presunción informativa que nos brindan los medios, cada anuncio publicitario, muchas películas y canciones, e imágenes repetidas una y otra vez alimentan esta creencia. Grandes masas de población son engañadas para que acepten los nombres equivocados de las cosas, y para que no cuestionen nunca las medias verdades. Esta manipulación crece por sí sola, por su propia dinámica. Y en la medida en que la población resulta embaucada o es acosada para que acepte cada nueva pieza de desinformación, la siguiente la supera un poco más, pavimentándose así un camino que consideramos creíble. El doble discurso tiene como objetivo convencernos de que la prudencia justifica el racismo, que el recorte de impuestos a los ricos y la confianza de los consumidores bastan para mejorar nuestra economía, que la privatización se traduce en seguridad y que la guerra frenará el terrorismo y traerá la paz.

¿SE DETENDRÁ BUSH EN SU ACTUAL REPRESIÓN O BUSCARÁ UNA “SOLUCIÓN FINAL”?

Contar con grandes masas de gente aceptando sus mentiras es vital para cualquier dictador. La metodología contemporánea de elaboración de mentiras es mucho más sofisticada que la fuerza bruta empleada hace más de cincuenta años. En la Noche de los Cristales de 1938, las hordas patrocinadas por el gobierno en las ciudades europeas ya controladas por los nazis, se destruyeron sinagogas, comercios y hogares judíos. Aquí, después del 11 de septiembre, el discurso oficial se cuidó mucho de pronunciarse contra la violencia desatada contra la comunidad árabe, y en esta omisión, docenas, por no decir centenares, de gente de origen árabe ha sido asesinada, sus familias victimizadas, sus propiedades destruidas. Los agresores no han sufrido ningún castigo significativo. Esta “limpieza racial”, con sus trágicas consecuencias, no ha cesado desde entonces.

Existen otras preocupantes similitudes. Los nazis convocaron a los judíos y a otros grupos humanos forzándolos a registrarse, para llevar después a millones de ellos a la muerte en los campos de concentración. Hoy en Estados Unidos miles de hombres árabes o de Oriente Medio están siendo requeridos en centros de registro sólo para después facilitar su detención sumaria. A muchos de los detenidos se les han negado las garantías procesales, el acceso a sus familias o a abogados, y en algunos casos sus paraderos son desconocidos. ¿Se detendrá Bush a este nivel de tremenda injusticia o encontrará necesario llevar su represión a alguna suerte de “solución final”?

EL DESVERGONZADO DESPRECIO DE BUSH POR LA OPINIÓN PÚBLICA

Los dictadores tienen otras características. Es esencial para ellos un desvergonzado desprecio de la opinión pública. Cuando escribo, y según numerosas encuestas, el 64% de los estadounidenses está contra la decisión de Bush de invadir Irak. Esta gente disiente de su presidente por una gama de razones. Algunos porque creen en la paz, otros que creen en la guerra sienten que en el caso de Saddam Hussein no hay argumentos convincentes, y entre ambas posiciones existe una variedad de posiciones. Sin embargo, un 64% es una clara mayoría.

Otras encuestas son incluso más reveladoras. Una, realizada en febrero de 2003, demuestra que la mayoría de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial está en contra de una guerra contra Irak. Un gran número de generales retirados del ejército estadounidense, incluyendo a Norman Schwartzkopf, quien dirigió las tropas americanas en la Guerra del Golfo, se opone también a esta guerra. Incluso importantes sectores dentro de la CIA y del FBI rompieron filas con la administración Bush para expresar que esta guerra es un error. Sin embargo, aunque la mayoría estadounidense opuesta a la guerra llegara al 74%, incluso al 94%, no creo que lograra detener los planes de guerra de Bush. Los dictadores se empecinan en sus políticas. Es inherente a su oficio.

UN HOMBRE MEDIOCRE PERO SAGAZ RODEADO DE MUJERES Y HOMBRES DESPIADADOS

Porque sé que en los ejes del poder político se entrecruzan intereses económicos y políticos sumamente complejos, soy renuente a enfatizar lo que muchos consideran el clásico perfil sicológico del dictador. A pesar de esta resistencia mía, debo admitir que el término “complejo napoleónico”, referido a hombres de baja estatura que intentan suplir lo que les falta en el cuerpo con desenfrenadas conquistas, tiene sus raíces en la realidad. De modo similar, otras características físicas y sicológicas relacionadas con una niñez desgraciada o con un entorno familiar violento pueden modelar el perfil de una persona en su vida adulta.

El padre de George W. Bush fue educado en la Universidad de Yale, donde desarrolló una perspectiva sofisticada de las políticas globales y así llegó a la Presidencia de los Estados Unidos. Su hijo también fue a Yale, pero tuvo dificultades para graduarse. Después emprendió una serie de negocios empresariales, principalmente petroleros, y es sabido que resultó un fracaso en todos ellos. George W. Bush es también un ex-alcohólico empedernido, que llegó al cargo de líder mundial sin haber viajado jamás fuera de Estados Unidos. Cuando inició su gobierno, su enredada pronunciación y las frases disparatadas y fuera de lugar que empleaba en público se convirtieron pronto en materia de chistes de circulación nacional e internacional.

Pero no debemos engañarnos. Nuestro presidente puede tener graves vacíos intelectuales y de información, pero ha sido sagaz y lo ha demostrado rodeándose de hombres y mujeres tan inteligentes como despiadados. Este equipo está impulsando políticas de dominación tanto en Estados Unidos como en el terreno internacional. La promulgación de ciertas leyes y la promoción de muy cuidadosamente elegidos personajes les ha resultado particularmente útil para poner en práctica esas políticas. En el centro de las mismas está la Ley Patriótica de 2001 y un proyecto de Ley de Reforzamiento de la Seguridad Nacional de 2003, cuyo borrador fue filtrado y la población ha empezado a conocerlo hasta en febrero de 2003.

La Ley Patriótica, promulgada en los días siguientes al 11 de septiembre, casi sin discusión y con la aprobación de una arrolladora mayoría en el Congreso, incluye la reducción de la vigilancia judicial, facilita la búsqueda y detención de las personas, legaliza el espionaje electrónico, los arrestos secretos, el mantenimiento en prisión de extranjeros sin garantizarles su derecho a representación legal o a juicio, y muchas barbaridades más. De promulgarse, la Ley de Reforzamiento de la Seguridad Nacional podría incrementar a mayores niveles el control neo-fascista de la población estadounidense ya en marcha.

LAS VÍCTIMAS Y EL VERDUGO: DEBEMOS LLEVAR A BUSH A LOS TRIBUNALES


Las políticas de Bush penetran nuestras vidas de diferentes maneras. Una ideología fundamentalista cristiana le permite un discurso de “compasión” mientras determina, controla y castiga. Las primeras víctimas de las políticas de Bush en Estados Unidos son la seguridad y la salud ambiental, los programas a favor de los pobres, la educación pública, la libertad académica en las Universidades, la seguridad sanitaria: Medicare y Medicaid, el financiamiento de los hospitales públicos, la salud reproductiva de las mujeres, las recetas subsidiadas de medicamentos, las necesarias investigaciones que las empresas farmacéuticas y de seguros dejan de llevar a cabo.... El debate público y la disensión y el derecho a la privacidad están hoy sometidos a un ataque violento. Cualquiera que sea percibido como “diferente” o que no se someta a la doctrina Bush es sospechoso.

Fuera de nuestras fronteras las víctimas de las políticas de Bush son las instituciones internacionales, principalmente Naciones Unidas, única institución internacional con poder para frenar la locura de Bush, y es por eso que Bush la ha declarado “irrelevante” si no se somete a sus mandatos. Víctimas son también todas las naciones y todos los pueblos que interfieran en el camino de la administración Bush en su sueño de conquistar el planeta.

La dictadura es abuso de poder, un poder que no admite ningún desafío, el poder elevado a una suerte de omnipotencia por el control militar, por sofisticados mecanismos de manipulación o por el chantaje político. Produce consternación cómo una gran cantidad de hombres y mujeres inteligentes -demócratas y miembros independientes del Congreso, intelectuales de altura, presidentes aliados, miembros del Consejo de Seguridad de la ONU- hablan contra la doctrina Bush, pero inevitablemente doblan la rodilla ante el presidente a la hora de votar o a cambio de promesas de ayuda económica u otros beneficios.

Ha llegado a ser un lugar común de unánime aceptación aquello de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin embargo, mucha gente parece tener dificultad para dar ese salto que va de hablar teóricamente sobre el arbitrario y criminal ejercicio del poder corrupto a llamar al dictador por su nombre. En las masivas manifestaciones de protesta que han llenado las calles de las ciudades de Estados Unidos estos días una pancarta entre otras muchas decía: El gobierno que hay que derrocar es el de aquí. Ya es tiempo de que tomemos esta convocatoria en serio. Llevarlo a los tribunales sería el próximo y lógico paso.

ESCRITORA Y POETA FEMINISTA.

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