Centroamérica
Las utopías en la región centroamericana (1) Los sueños de la guerra y las pesadillas de la postguerra
En Guatemala, El Salvador y Nicaragua
los utópicos centroamericanos
libraron una lucha imprescindible, pero en el tiempo de los imposibles.
A las revoluciones
sucedió la utopía de la paz, que tampoco llegó.
Y hoy, cuando más necesitamos
de una dirigencia de izquierda unificada y ética,
más dividida y corrupta se muestra.
La utopía desarmada no ha sido más decente ni más realista
que cuando estuvo armada,
y en Nicaragua llegó al extremo de transformarse en pesadilla armada
José Luis Rocha
La Centroamérica que dobló la esquina del siglo 20 llegó al siglo 21 convertida en un bulevar de los sueños rotos. El sociólogo francés Yvon Le Bot habla de “un mundo en el que la utopía revolucionaria se ha desvanecido y el comunismo real se ha desplomado”.
Ese destino también ha afectado a la utopía liberal y abarca incluso los sueños de los conservadores. La crisis de la utopía es general.
CENTROAMÉRICA:
EVIDENCIAS DE UTOPÍAS FRACASADAS
Las utopías de izquierda y de derecha que nutrían la voluntad -y el voluntarismo- de cambios lucen exánimes y con un nivel de signos vitales que no augura una próxima revitalización. En Centroamérica hay demasiadas evidencias.
El desarrollismo de los militares naufragó en un mar de sangre plagado de casquillos de bala. Y en el espectro de la izquierda, donde quiera que la mirada alcanza divisa señales poco alentadoras.
Honduras no logra escapar a las paralelas de su historia, el Partido Nacional y el Partido Liberal, aun cuando los liberales exhiban torpes simulacros de tener un ala progresista. La Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) no logró constituirse en una fuerza política con arrastre tras los acuerdos de paz que pusieron fin al conflicto armado. El primer presidente que en El Salvador logró una victoria electoral para el FMLN en 2009, Mauricio Funes, es hoy un prófugo de la justicia que obtuvo refugio en Nicaragua e incluso fue naturalizado como nicaragüense por Daniel Ortega, al frente de un régimen que se encuentra en la cima del desprestigio. El sandinismo retornado con él al poder en 2007 ha confirmado que los hechos y personajes de la historia aparecen “una vez como tragedia y otra vez como farsa”. En su caso, también nos reveló que aparecen primero como sueño y después como pesadilla.
TIEMPOS DE PENSAMIENTO ÚNICO
Hoy, el pensamiento único campea sobre un cementerio de sueños, mientras la democracia liberal no consigue instaurarse y su propuesta económica neoliberal también hace aguas.
A pesar de todo, las utopías desarrollistas, socialistas y liberales no han desaparecido por completo en el mundo. Son instrumentalizadas por políticos que hacen de ellas una coartada para entronizar a su grupo en el poder mediante alianzas que, independientemente de la orientación ideológica -cuando la hay-, incluyen a una mafia politiquera, a un sector del gran capital, a narcotraficantes y a empresas transnacionales. Ocurre con frecuencia que estos conglomerados prosperan gracias al descalabro de las utopías o a su transformación.
Es éste un aspecto poco estudiado de la Centroamérica de postguerra y poco estudiado en general. Llama la atención el poco interés prestado a las concepciones utópicas, a la esperanza, cuando según el filósofo alemán Ernst Bloch, “el desiderium, la única cualidad honrosa de todos los hombres, no ha sido investigado”. Y añade: “El soñar hacia adelante, como dice Lenin, no ha sido objeto de reflexión, sólo ha sido rozado esporádicamente, no ha alcanzado el concepto que le es adecuado”.
PROYECTOS UTÓPICOS:
VEHÍCULOS DE MITOS RELIGIOSOS
El impulso utópico ya había sido declarado moribundo por el sociólogo alemán Karl Mannheim a principios del siglo 20, cuando en Centroamérica aún faltaban décadas para que las utopías causaran un frenesí avasallador y ese sueño alcanzara su concreción más acabada en la revolución sandinista.
Mannheim publicó “Ideología y utopía” en alemán en 1929, casi en vísperas de la instauración del régimen nazi. En 1936 apareció una versión ampliada en inglés, la que ha alcanzado más difusión. La utopía aparece en sus escritos como una distorsión de la realidad: “Un estado de la mente es utópico cuando es incongruente con el estado de la realidad en cuyo seno ocurre”.
Aunque esta apreciación de Mannheim ha sido acremente criticada como opaca e inconsistente, también tuvo una cohorte de seguidores, como los filósofos políticos Isaiah Berlin y John Gray. Berlin se quedó con la acepción popular que entiende por utopía lo que es imposible de ejecutar y sin asidero en la realidad: “Una vida ideal en la que nunca sea necesario perder o sacrificar nada que tenga valor no es solamente utópica, también es incoherente.” Gray estima que los proyectos utópicos son los escombros que llenan de basura el nuevo milenio y que, aunque sean formulados en términos seculares e incluso reclamen tener fundamentos científicos, son vehículos de mitos religiosos que han costado la vida a millones de seres humanos y en-venenado la vida de muchos más.
UTOPÍAS CON FUNCIÓN REVOLUCIONARIA
Mannheim no les regatea su valor a las utopías: sus incongruencias transforman el orden existente. Y afirma que lo característico de la utopía no es sólo su distancia de lo real, lo es también su capacidad de inspirar una conducta y de hacer añicos el orden de cosas en un momento dado. Bien mirado, si la utopía genera una praxis, rompe con su condición de ideología porque cambia la realidad, aproximando los hechos a las ideas. Y si consigue movilizar, lo que empezó como ilusión, pasa del mundo de las ideas al de la realidad, aunque no siempre como la realidad que se concibió inicialmente.
Los representantes de un orden determinado -sostiene Mannheim- no adoptan una actitud hostil hacia toda idea utópica. Prefieren controlar las utopías, incluso promoverlas, sobre todo cuando no son realizables en el marco del orden presente y pueden ser reducidas a la impotencia social, quedando confinadas fuera de la historia y de la política, donde no afectan el estatus quo. Así, el orden medieval, organizado de acuerdo a pautas feudales y clericales, ubicó su paraíso fuera de la historia, en una inalcanzable esfera extraterrenal.
Mannheim consideraba que las imágenes deseadas se convertían en utopías sólo cuando asumían una función revolucionaria con acciones que procuraban concretarlas en tiempo y espacio. Con este criterio, las utopías desarrollistas y socialistas de Centroamérica desde los años 40 (la revolución de octubre en Guatemala) hasta los años 80 (la revolución sandinista en Nicaragua y las guerrillas en El Salvador y hasta en Honduras) fueron utopías con pleno derecho.
LA UTOPÍA ES SUBVERSIVA
El historiador de la revolución mexicana, Alan Knight, afirma que el utopismo no sólo propone una sociedad radicalmente distinta, en la que caben los proyectos reformistas y radicales, conservadores o reaccionarios, sino que busca “una transformación total de la sociedad que resultará en un nuevo universo social, un universo donde no solamente los antiguos males han sido eliminados, también donde los males no pueden reaparecer, al menos mientras dure el sistema utópico”.
Knight distingue entre un utopismo minimalista -circunscrito a un territorio, organizado en pequeñas comunidades contraculturales, como las de los amish, que se aíslan de la sociedad- y un utopismo maximalista -como el marxismo, que busca rediseñar la sociedad en su totalidad-.
A partir de los planteamientos de Mannheim, el filósofo español Adolfo Sánchez Vázquez formuló una insuperable síntesis: “La utopía es valiosa y deseable justamente por su contraste con lo real, cuyo valor rechaza y, por consiguiente, considera detestable. Toda utopía entraña, en consecuencia, una crítica de lo existente. La utopía no sólo marca -con su rechazo y crítica- un distanciamiento de lo existente, sino también una alternativa imaginaria, a sus males y carencias. La utopía no sólo anticipa imaginariamente esa alternativa, sino que expresa también el deseo, aspiración y voluntad de realizarla. Lo cual significa a su vez que esa sociedad utópica que se desea o aspira a realizar, se tiene por posible”.
En definitiva, al poner en cuestión lo real (la sociedad, el poder, sus valores e instituciones) y al abrir un espacio ideal, irreal o futuro, la utopía es subversiva. Subvierte lo real y abre una ventana a lo posible. “Sólo quien se adapta a lo existente como un límite insalvable, y se siente satisfecho dentro de sus límites, puede renunciar a los sueños, aspiraciones o proyectos de subvertir y transformar -aunque sea imaginariamente- lo real. Es decir, a la utopía”. Se trata de esa expansión del horizonte de posibilidades que tan importante es en el sistema de pensamiento de Boaventura de Sousa Santos.
EL “PRINCIPIO ESPERANZA”
Con estas formulaciones, Sánchez Vázquez se aproximó a las tesis del monumental trabajo de Ernst Bloch. Con la excepción de Bloch, el marxismo redujo las utopías a una subclase de las ideologías, negándoles especificidad y atribuyéndoles a todas el carácter de ser una distorsión de la realidad que adopta formas que se corresponden con el estrato social en el que surgen.
En cambio, Bloch no lanza todo pensamiento utópico al terreno de las incongruencias. Optó por distinguir entre dos tipos de esperanza: “La esperanza fraudulenta es uno de los mayores malhechores y enervantes del género humano, mientras que la esperanza concreta y auténtica es su más serio benefactor”. Bloch desarrolló la noción de función utópica para que el soñar hacia adelante tuviera un concepto adecuado y así expandir el concepto de utopía que ha ido quedando limitado a las fantasías políticas. “Reducir el elemento utópico -afirma- a la concepción de Tomás Moro, u orientarlo exclusivamente a ella, equivaldría a reducir la electricidad al ámbar”.
Bloch postula que la función utópica es una pre-iluminación -semejante a la del arte y el laboratorio, que impulsan procesos que pueden tener como fin el abismo o la felicidad- y “presupone siempre la posibilidad más allá de la realidad dada”. Esa función -o ese “principio esperanza”, según re¬za el título de su monumental obra- no son incongruencias y sirven para abrirnos hacia otras posibilidades de lo real: “Las grandes construcciones de la fantasía en los sueños diurnos no se reducen a pompas de jabón, sino que rompen ventanas, detrás de las cuales se halla el mundo del sueño diurno: una posibilidad susceptible de transformación”. El sueño nocturno vive de la regresión, el diurno es progresión.
“ES UN SENTIMIENTO ENAMORADO DEL TRIUNFO”
Bloch afirma el carácter revolucionario de la función utópica cuando sostiene que quien por esperanza sueña despierto, “trata de modificar la situación que han traído consigo el estómago vacío y la testa cabizbaja. El NO frente al mal existente, el SÍ frente a la situación mejor imaginada, se convierte para el que padece en interés revolucionario. Este interés comienza con el hambre. Y el hambre, como algo sabido, se convierte en una fuerza explosiva contra la prisión de la miseria”. De aquí se infiere que la función utópica es el gozne donde se unen las condiciones objetivas y subjetivas del cambio revolucionario: la opresión y la esperanza de superarla que se convierte en explosión rebelde.
Pero Bloch va un paso más allá. Cuando sostiene que “el elemento anticipador genera esperanza y conocimiento, y en ese sentido se contrapone al miedo y al recuerdo”, revela que la función utópica es generadora de conocimiento: “La conciencia utópica quiere ver más allá, pero en último término, sólo para penetrar la cercana oscuridad del momento acabado de vivir, en el que todo ente se nos da en su mismo ocultamiento. Con otras palabras: para ver a través de la proximidad más cercana es preciso el telescopio más potente, el de la con¬ciencia utópica agudizada”. Y también la función utópica es sentimiento, “un sentimiento enamorado del triunfo, no del fracaso”.
LA RAÍZ DE LA UTOPÍA ES LA INSATISFACCIÓN
Las ideas de Bloch han sido recientemente impugnadas por el teórico literario británico Terry Eagleton, quien además de fustigar la pobreza conceptual y la “escritura increíblemente repetitiva” de Bloch, señala que el utopismo revolucionario era estalinista y coincidente con el de Bloch, no con la visión que Marx tenía de la historia.
En el mar de críticas de Eagleton, la más sustancial apunta a demoler el sistema en su conjunto y apunta a la utopía como una forma de idealismo: “Bloch escribe como si la esperanza estuviera incorporada en la propia estructura del mundo… No es sólo que hay que tener razones materiales para la esperanza, sino que en cierto sentido la esperanza es una dinámica objetiva en el mundo, no sólo en la historia humana, sino en el propio cosmos”.
Eagleton no parece haber hecho una crítica a Bloch, sino a lo que supone que éste sostuvo en su enciclopédico elogio de la esperanza. Una lectura detenida le hubiera mostrado que sus propias tesis se aproximan a las de Bloch. Por ejemplo, Eagleton afirma: “La desolación puede ser una postura radical. Sólo si nos parece que nuestra situación es crítica vemos la necesidad de transformarla. La insatisfacción puede ser un acicate para la reforma”.
En lugar del irrefrenable optimismo que Eagleton le atribuye, Bloch también suscribe la teoría de una esperanza que hunde sus raíces en la insatisfacción, como se puede apreciar en su tesis del NO frente al mal existente, al estómago vacío, a la testa cabizbaja.
UTOPÍAS CENTROAMERICANAS:
SOCIALES, POLÍTICAS Y RELIGIOSAS
Ciertamente, la utopía está incorporada en la estructura del mundo social. Y ésa es la razón por la que la utopía que alentó las luchas revolucionarias del siglo 20 en Centroamérica puede y debe ser objeto de análisis sociológico: las utopías centroamericanas fueron un objeto social incorporado en la estructura del mundo de nuestra región.
Habermas sostiene que “el concepto de utopía no puede ser reducido a una suma de ideas regulativas”. Así fue en Centroamérica. Fue también, y sobre todo, una expansión de las expectativas y de las posibilidades de lo real.
La utopía no sólo constituyó “una serie de ideas, sino también una especie de mentalidad, un Geist, una configuración de factores que penetra toda la gama de ideas y sentimientos. El elemento utópico se infunde en todos los sectores de la vida”.
La utopía es todo un sistema simbólico. Por eso las principales utopías centroamericanas del siglo 20 fueron a la vez sociales, políticas y religiosas, independientemente de su signo ideológico. Ricardo Falla muestra cómo el movimiento cooperativo se apuntaló en el Ixcán con la adopción de los fertilizantes químicos, el respaldo de algunos grupos políticos que le dieron su apoyo desde el gobierno, la burocracia y los técnicos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), la logística del ejército y la organización religiosa que nació con impulsos anticomunistas.
UTOPÍAS RURALES,
AGRARIAS, CAMPESINISTAS
Las utopías siempre fueron, y de modo muy insistente, utopías que se visualizaron en el área rural, donde llegaron a tener algunas concreciones. La utopía revolucionaria fue una utopía agraria, como también lo fue la utopía desarrollista. Saint-Simon, Fourier y Owens son los clásicos exponentes del utopismo social y socialista. No fueron utópicos agraristas.
La utopía se tornó enfáticamente -pero no exclusivamente- agraria con Kropotkin, para quien la reforma agraria es¬taba en la médula de las condiciones esenciales para que los cambios en la industria funcionaran: “Suprimid al patrono, pero dejad la tierra al terrateniente, el dinero al banquero, la Bolsa al comerciante, conservad en la sociedad esa masa de ociosos que viven del trabajo del obrero, mantened los mil intermediarios y al Estado con sus innumerables funcionarios, y entonces la industria no prosperará”. Y añade que la persistencia de un campesinado pobre no permitirá el despegue de la industria.
Posteriormente, el afán de superar el feudalismo para llegar por vía rápida y científica al comunismo, tuvo efectos sobre la propuesta de cambio y el leninismo lanzó la consigna de que el progreso consistía en “los soviets más la energía eléctrica”.
Otra es la utopía con que Alexandr Chayanov en 1920, con su “Viaje de mi hermano Alexis al país de la utopía campesina”, nadó a contracorriente de las opciones y directrices del régimen soviético, no obstante los elogios hacia el nuevo Estado revolucionario con que salpica su texto: “En el año cuarto de la revolución, el socialismo puede considerarse el patrón único del planeta”.
El socialismo de Chayanov propugnaba un futuro ruralizante: “En un radio de cien verstas, toda la zona alrededor de Moscú forma ahora una sola aglomeración rural, interrumpida únicamente por los cuadrados de los bosques públicos, por las franjas de los pastoreos cooperativos y por inmensos parques climáticos”. La suya es además una utopía arcaizante, que busca recuperar y extender los principios campesinos a toda la sociedad: “Lo que se necesitaba no eran nuevos principios, nuestra tarea consistía en la afirmación de antiguos principios seculares, que habían estado en la base de la economía campesina”.
Mientras los bolcheviques identificaban a los propietarios de pequeñas parcelas de tierras como una fuerza contrarevolucionaria y capitalista, los utopistas de Chayanov proclamaban que la hacienda campesina individual es “el tipo más perfecto de actividad económica. En ella el hombre no se opone a la naturaleza, en ella el trabajo se realiza en el con¬tacto creativo con todas la fuerzas del cosmos y crea nuevas formas de existencia. Cada trabajador es un creador, cada manifestación de su individualidad es arte del trabajo”. Chayanov oponía la economía campesina socialista al régimen de la fábrica capitalista, donde unos pocos individuos gozan del derecho a crear y el resto son meros ejecutores. La fuerza impulsora de esa utopía agrarista debía ser el Partido de los Campesinos Trabajadores, una ficción utópica por la que Chayanov fue condenado en 1932 a cinco años de trabajos forzados en Kazajistán y luego fusilado en 1937. Sus sueños campesinistas se inscriben en una vertiente que también alimentó al utopismo agrarista latinoamericano.
Aunque inspiradas de lejos en las ideas de Kropotkin, quizás más en las de la revolución mexicana, las izquierdas latinoamericanas lanzaron propuestas revolucionarias que orbitaban en torno al eje rural.
El análisis y propuesta de José Carlos Mariátegui pivotaba sobre el eje agrario: “No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo... Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra... El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y servidumbre”.
EN EL SALVADOR: UNA UTOPÍA AGRARIA
FUE GERMEN DE LA GUERRILLA
Se puede trazar una línea genealógica desde las propuestas de Kropotkin en “La conquista del pan”, que va hasta las pro¬puestas que inspiraron a las guerrillas centroamericanas. Todas incluyen distribución de tierras, revisión de los términos de intercambio de los productos campesinos, banca pública y reestructuración del Estado, todo lo que también proponía el príncipe anarquista.
Estas propuestas abrieron el horizonte de posibilidades en una Centroamérica donde las élites se artillaron e incluso cedieron importantes cuotas de poder a los militares para mantener inalterado el estatus quo socioeconómico.
Cuando surgieron las utopías en la región, los análisis apuntaban hacia la primacía de la cuestión agraria, eje de la lucha de clases. La concentración de la tierra en pocas manos de exportadores de café, bananos, algodón, azúcar... fue identificada como el factor causante del hambre y la escasez, contra las opiniones maltusianas que atribuían estos males al crecimiento demográfico.
La correlación entre latifundios y pobreza fue especialmente evidente en El Salvador, donde el hambre y las exportaciones azucareras aumentaron al unísono en la década de los 60. En esa época se sentaron las bases del malestar en el agro con la expulsión de campesinos y arrendatarios para expandir los latifundios agroexportadores.
En 1969, según Walter LaFeber, “300 mil salvadoreños -uno de cada ocho ciudadanos- habían huido de esa nación”. Las actividades guerrilleras iniciaron en esa época, y aunque fueron desestimadas por la CIA, fortalecieron la alianza entre los militares y la oligarquía. Ese fue el contexto en el que la UTC (Unión de Trabajadores del Campo) y la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) emergieron, se alinearon en el Bloque Popular Revolucionario y fueron caldo de cultivo de numerosos insurgentes.
Sus confrontaciones, como después las de la guerrilla, se dirigieron contra los terratenientes: los Orellana, los Poma, los Dueñas… Su utopía era agraria. Sus demandas eran semejantes a las de Kropotkin, aunque algo más moderadas: “menores intereses en los préstamos, rebaja en los precios de fertilizantes e insecticidas, y más bajos alquileres de la tierra”. También agraria era la propaganda anticomunista que apelaba a los pequeños propietarios anunciándoles que “el socialismo les va a quitar sus vacas.”
TAMBIÉN EN GUATEMALA...
En Guatemala, la Revolución de 1944 marcó la pauta con un golpe de mano que concretó el utopismo agrario: expropiación de las tierras de la United Fruit Company para devolverlas a las poblaciones indígenas. Tras el contragolpe de 1954, el sistema de trabajo forzoso fue restablecido en muchas áreas rurales, pero el sueño siguió vivo y fue retomado por los movimientos revolucionarios.
En una entrevista con el antropólogo Roddy Brett, una campesina de Santa María Tzejá contó que la oferta de la guerrilla promovió esa aspiración incluso entre quienes no estaban tan insatisfechos: “Nosotros teníamos tierra, teníamos productos y la vida no era tan difícil como había sido antes. La verdad es que estábamos más cómodos que muchas personas en otras regiones del país, incluso que nuestros propios familiares. Pero la guerrilla nos dijo que nuestros familiares no tenían tierra todavía. Me dijeron que ‘estas tierras las iba a quitar el gobierno, entonces van a perder todo lo que han logrado’… Nos dijeron los guerrilleros que si nos uníamos todos las cosas se nivelarían y todos los campesinos en los otros sitios también iban a estar tranquilos”.
...Y TAMBIÉN EN NICARAGUA
También en Nicaragua la utopía tuvo un alto componente agrarista. En un documento fechado en 1978, los tres comandantes de la tendencia tercerista del FSLN -Daniel Ortega, Humberto Ortega y Víctor Tirado-, después de proclamar la confiscación de todas las tierras de los Somoza y sus cómplices, lanzaron la siguiente oferta: “Y ya no habrá enormes latifundios en Nicaragua, ni tierras cercadas que nadie cultiva, pues toda la tierra será puesta a producir… El Frente Sandinista va a terminar con el tiempo muerto en el campo, porque vamos a procurar que se tenga trabajo todo el año. Y los cortadores de café, caña, tabaco, algodón, los macheteros y todos los que trabajen en la agricultura, van a tener paga buena y justa, y nadie va a ser engañado en las pesas y medidas, ni van a morir los cortadores envenenados con pesticidas”.
En este caso, la utopía no anunció una redistribución de la tierra, sino una mejora de las condiciones de los obreros agrícolas. Pero fue, al fin y al cabo, una utopía agraria.
EL “EJEMPLO LETAL”
DE LA REVOLUCIÓN CUBANA
Estas utopías, que quisieron ser alcanzadas a punta de metralla, yacen en el siglo 21 en el panteón de los sueños, percibidos con mirada severa por actores muy diversos, especialmente por los mismos que intentaron impulsarlas cuando formaron parte de los movimientos guerrilleros y las organizaciones populares.
¿Qué dicen los científicos sociales de este impulso utópico? Entre todos destaca la figura del sociólogo Edelberto Torres-Rivas, quien en su juventud militó en el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). Su último libro, cuyo elocuente título “Revoluciones sin cambios revolucionarios” es una valoración en sí mismo.
Torres-Rivas rememora las pretensiones de los revolucionarios centroamericanos: “El movimiento surge con el propósito explícito de cambiar la sociedad, incluyendo de forma primaria el poder político, el Estado, sin cuyo derrumbe no se podría cambiar nada y menos volver más justa la sociedad”. Torres-Rivas asume así un enfoque claramente leninista y toma distancia de la visión socialdemócrata, que Lenin tachó de oportunista y filistea.
Posteriormente, arremete con acres críticas. Sobre El Salvador, concluye que, cuando en 1992 se firmaron los acuerdos de Chapultepec, “la guerra civil había terminado, el proyecto revolucionario mucho antes.” ¿Por qué? Porque “la aplicación del modelo de la revolución cubana, siempre evocado, se probó irrepetible en Centroamérica. Pero en ningún país el foco guerrillero se transformó en guerra popular, sino en todo lo contrario: en contrarrevolución, que apresuró la represión popular. De hecho, no tuvo éxito en ninguna parte del mundo y si hay que ser veraz, los fracasos que produjo llenaron de miles de víctimas las montañas y las calles, donde muchos creyeron que una victoria era posible. Se vivía en la convicción de que morir por la revolución era vivir en el ejemplo. Fue un ejemplo letal”.
LA UTOPÍA DE LA REVOLUCIÓN EN NICARAGUA
El éxito de la insurrección en Nicaragua alimentó la expectativa de que “Si Nicaragua venció, El Salvador vencerá y Guatemala le seguirá”.
Ricardo Falla recuerda que “en la preparación de los combates regulares de la selva había un recuerdo al triunfo sandinista, que era el preanuncio de la victoria de la revolución guatemalteca… Las insurrecciones parciales en Nicaragua, la de septiembre de 1978 y las luchas que condujeron al triunfo en julio de 1979, fueron seguidas atentamente por radio con la esperanza de que en el Ixcán y en Guatemala se repetiría la misma victoria”.
El triunfo sandinista sirvió para nutrir un “espíritu ofensivo permanente”, que desembocó en una represión aún más sangrienta. Los dirigentes de las guerrillas no valoraron que el triunfo de los sandinistas en Nicaragua había sellado el futuro de los otros movimientos revolucionarios del istmo. Los Estados Unidos reforzaron su apoyo a El Salvador y los militares guatemaltecos aplicaron su estrategia de “quitarle el agua al pez”. Sin embargo, los dirigentes siguieron profesando esa fe estalinista que impone sacrificios en el presente en aras del futuro prometido. Por eso, Walter Benjamin sostuvo, en un ensayo sobre el surrealismo, que es preciso “organizar” el pesimismo con fines políticos a fin de contrarrestar el fácil optimismo de algunos izquierdistas.
EL “ENEMIGO” ESTABA DENTRO
Al calor de la lucha se fueron abandonando muchos principios. Aun cuando la derrota mayor acaeció después -cuando el FMLN ganó las elecciones y no cumplió sus promesas, y cuando la URNG no pudo convertirse en una fuerza política de peso-, los síntomas de degradación se presentaron mucho antes y afectaron la propuesta utópica.
Ocurrió en El Salvador lo mismo que en Guatemala: “Muchos cuadros de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) no murieron en la sierra, sino asesinados en la ciudad. Fueron graves los enconos personales internos, no ideológicos, sino de ‘egos armados’. Hubo heroísmos y traiciones que no pueden ser olvidados”, señala Torres-Rivas.
Esas inquinas internas también fueron detectadas en El Salvador por el analista Mario Lungo. A su juicio estaban basadas en discrepancias personales que tomaron la apariencia de divergencias y contradicciones, pero que tuvieron consecuencias lamentables, como ocurrió con el guerrillero de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL), al que el historiador Jorge Juárez nos presenta como “Alejandro”: tres de sus hijos fueron ejecutados por miembros de las FPL, acusados de ser infiltrados, en la oscura etapa de “las redes enemigas”.
Roque Dalton es sólo la figura más conspicua de una enorme lista que pudrió a los movimientos guerrilleros desde dentro cuando mimetizaron los métodos y valores de sus adversarios.
Varias décadas después, el FSLN en su segunda fase en el poder sigue esos mismos pasos combatiendo, incluso eliminando, a muchos de sus antiguos militantes, señalándolos como agentes del imperialismo estadounidense.
EL “TERROR ROJO”
Y LA ESTRATEGIA TERRORISTA DEL ESTADO
Profundizando esa mimetización, las FAR -igual que el FMLN- cometieron una serie de ejecuciones de empresarios, periodistas, políticos, miembros del cuerpo diplomático y otros civiles, a veces asesinando a secuestrados para cuya liberación ya se habían cumplido las condiciones exigidas o cobrando rescates por secuestrados que habían muerto durante su captura o su cautiverio.
Ese “terror rojo” desgastó a las fuerzas revolucionarias y echó por tierra una imprescindible política de alianzas múltiples y el humanitarismo, que debía ser una virtud de los hombres y mujeres nuevos. La consecuencia no se hizo esperar: “El terror rojo no solo no aumentó el ánimo insurreccional sino que alimentó la estrategia terrorista de Estados Unidos y del Estado”, señala Torres-Rivas. Y ese terror incubó la derrota porque “se extendió por todo el país y fue declarado el estado de sitio. El ciclo de protesta/represión parecía terminar, las energías del actor revolucionario estaban ya agotadas. Esta acumulación de sangrientas derrotas no podía conformar una temperatura protoinsurreccional”.
Torres-Rivas sostiene que ya en los años 80 no existían condiciones revolucionarias. Lo que había era un movimiento popular que carecía de lazos con una dirigencia revolucionaria y que por eso fue rápidamente neutralizado con sangre. La inspiración cristiana de la lucha condujo a “una estela de dolor que pareciera satisfacerse a sí misma”: vidas que se sacrifican porque perdiéndose se salvan, olvidando el carácter terrenal de la utopía revolucionaria, “pues es en este mundo donde las injusticias se combaten y la felicidad se experimenta”.
La dirigencia revolucionaria -afirma- tuvo su responsabilidad: “La matanza no se previó y luego no se evitó. La responsabilidad fue de la comandancia, pues ya se vivía un proceso de violencia armada, y debieron estar preparados para ella”. La comandancia vivió el triunfalismo inspirado en la revolución sandinista, pero no vio que ese triunfo redobló los operativos contrainsurgentes.
Los involucrados, en cambio, no sabían en qué se metían, como le sucedió a numerosos guerrilleros en El Salvador: “Muchas personas evocan los sentimientos de justicia e igualdad que los movieron hacia su militancia al lado de los izquierdistas. A pesar de ello, la idea o el enrolarse en una guerra civil sangrienta estaba bien lejos de sus expectativas”. Ivon Le Bot hace eco de las críticas al Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y a la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), que se ufanaron de “haber movilizado a la población india”, por haberla arrastrado “a una guerra que no era suya”.
“FUIMOS REVOLUCIONARIOS A DESTIEMPO”
El saldo de estas tensiones, represiones, errores estratégicos, ceguera ante los signos de los tiempos, degradaciones, mimetizaciones e instrumentalizaciones no ha sido favorable a los sueños utópicos. Según Torres-Rivas, “en los tres países donde hubo conflicto bélico y acuerdos de paz, El Salvador, Guatemala y Nicaragua, se produjo el fin de los sueños socialistas, que terminaron en la mesa de negociaciones con el enemigo, en condiciones que eran en sí mismas una negación de los principios que originaron aquel impulso violento y renovador”.
La utopía fue concebida y procurada en mal momento: los sueños no sólo fueron utópicos, sino que les faltó el cronotopos: “La voluntad frente a los hechos nos colocó, sin saberlo, a contrapelo de la historia. Fuimos revolucionarios a destiempo… Objetivos reformistas con actores armados y ánimo radical, nadando contra el flujo predecible de la corriente, de la dirección en que se movía el flujo universal de la historia”, concluye Torres-Rivas.
LUCHAS IMPRESCINDIBLES
EN EL TIEMPO DE LOS IMPOSIBLES
A juicio de Torres-Rivas, la revolución cubana marcó el fin de la era de las revoluciones, tomando en cuenta que la sandinista sólo pudo sostenerse durante una década.
Con el triunfo de la revolución cubana desaparecieron del contexto internacional las condiciones de posibilidad de futuras revoluciones. Pero persistían las condiciones que alentaron las luchas: oligarquías medianamente transmutadas en burguesías industriales y comerciales, parapetadas tras sistemas semifeudales, que sólo podían ser mantenidos por un juego político antidemocrático, racista y crecientemente apoyado por el militarismo.
La paradoja de los utopicos insurrectos centroamericanos fue terrible: libraron una lucha imprescindible, pero en el tiempo de los imposibles. La revolución fue más necesaria cuando fue más imposible. Y aunque los objetivos reformistas hubieran podido ser alcanzados por una revolución democrática, el método armado y la retórica incendiaria los arrastraron hacia una pretensión en ese momento imposible: cambiar el sistema.
La historia pasó la factura, porque no se cambió el sistema ni se alcanzaron los objetivos demoburgueses de libertad, democratización institucional, modernización y ensayo de otros modelos de desarrollo. Los guerrilleros terminaron en la mesa negociadora dejando a un lado sus ambiciosos objetivos iniciales y aceptando el orden burgués: “Las izquierdas centroamericanas ‘hicieron la revolución’, pensando en el Che que la Harnecker popularizó, sin obtener cambios revolucionarios. Ni siquiera la democracia política, liberal, salió de allí”, sentencia Torres-Rivas.
TAMPOCO LLEGÓ LA UTOPÍA DE LA PAZ
Después de seis años de firmados los acuerdos de paz, el sociólogo Juan Hernández Pico hizo un catálogo -en modo alguno exhaustivo- de las taras que la izquierda guatemalteca ha exhibido en la postguerra: caudillismo, mutuas descalificaciones, fraccionamiento, deserciones de cuadros importantes, desconexión con el pueblo, incapacidad de renovar líderes, dirigentes acusados de abuso sexual, falta de legitimidad y resistencia a los procedimientos democráticos por “atavismos leninistas” que desembocaron en problemas de democracia interna, entre otras falencias de quienes esgrimieron una utopía y en la postguerra hicieron aguas al pretender jugar un rol en la democracia electoral.
El periodista Héctor Silva Ávalos mostró en una bien documentada investigación cómo el primer gobierno del FMLN colocó al General Munguía Payés en posición de adjudicar puestos estratégicos para la seguridad ciudadana a oficiales que habían sido removidos de sus cargos por sus vínculos con el crimen organizado. Posteriormente, el Presidente Funes fue acusado de cinco delitos que incluyen enriquecimiento ilícito y malversación de fondos. La historia se repite con fatalidad: cuando más necesitamos una dirigencia de izquierda unificada y ética, más dividida y corrupta se nos muestra.
La utopía desarmada no ha sido más decente ni más realista que cuando estuvo armada. En Nicaragua y bajo el mando de Daniel Ortega llegó al extremo de transformarse en pesadilla armada con más de 325 asesinatos perpetrados en 2018 por sus fuerzas policiales y paramilitares.
Las utopías centroamericanas fueron colectivas no por ser producto de un pensamiento -o un inconsciente- colectivo, sino por una visión de futuro para una colectividad y no sólo para los individuos que la soñaban. Por eso, son utopías sociales. Hubo utopías revolucionarias, reformistas, desarrollistas, asimilacionistas y liberales, y una mezcla de dos o más de éstas. Las revolucionarias inspiraron los movimientos insurgentes que protagonizaron las guerras de los años 70 y 80.
Eran utopías que querían cambiar el sistema y que, repitiendo el juicio lapidario de Torres-Rivas, no engendraron ni siquiera una socialdemocracia. Las sucedió la utopía de la paz, que tampoco llegó.
EL DECLIVE UTÓPICO
SE RETRASÓ EN CENTROAMÉRICA
Debido a esta acumulación de desencantos podemos decir que el declive utópico que Mannheim creyó ver a principios del siglo 20, tuvo lugar en Centro¬américa mucho más tarde y por la reconfiguración de la realidad mundial: por el colapso del bloque socialista europeo y por la transformación de la sociedad agraria del istmo en otro tipo de estructura socioeconómica, con los cambios culturales concomitantes. Resultado: un adiós a los viejos sueños.
¿Cómo valoraron o no estas utopías, no ya desde el análisis social, los escritores, la literatura? ¿Y cómo la vivieron o la sufrieron mujeres y hombres en la calle? Eso queda para la próxima... Continuará...
INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO
DE INVESTIGACIÓN Y PROYECCIÓN
SOBRE DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES
DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE GUATEMALA
Y DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
“JOSÉ SIMEÓN CAÑAS”DE EL SALVADOR.
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