Envío Digital
 
Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 426 | Septiembre 2017

Anuncio

Nicaragua

Breve historia de nuestra institución armada: un ejército camaleón

El 2 de septiembre, en el 39 aniversario de la fundación del Ejército, El General Julio César Avilés volvió a reiterar su lealtad y agradecimiento al Comandante Daniel Ortega y a la compañera Rosario. ¿Qué queda hoy de la institución militar nacida en los años 80 como Ejército Popular Sandinista? ¿Cuál es hoy su identidad? ¿Cuáles han sido las transformaciones por la que ha transitado? ¿Le tocará decidirse por otra transformación cuando el consorcio Ortega-Murillo salga del poder? Su carácter camaleónico lo ha entrenado para hacerlo.

Roberto Cajina

El Ejército de Nicaragua, la entidad militar más joven del hemisferio, celebra cada año su día el 2 de septiembre. Esa fecha no coincide con la de su constitución oficial como Ejército Popular Sandinista (EPS), que fue el 22 de agosto de 1979, apenas un mes después del derrocamiento de la dictadura somocista.

Esa modificación en el calendario no fue un simple cambio de fecha. Fue la expresión de su identidad, la fuente de su orgullo, colocándose a la par de un simbolismo histórico: posicionar al EPS como sucesor en línea directa del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional fundado por el general Augusto C. Sandino el 2 de septiembre de 1927, fecha que marcó el inicio de seis años de guerra de guerrillas contra la segunda intervención militar a gran escala de Estados Unidos en Nicaragua. A lo largo de su relativamente corta existencia, casi cuatro décadas, este Ejército ha dado giros sorprendentes. Ésta es una breve historia de nuestra institución castrense.

UNA SOLA INSTITUCIÓN CON TRES IDENTIDADES DISTINTAS


38 años después de su nacimiento nada queda del ejército del que Sandino y su gesta fueron una vez fuente primigenia de identidad y orgullo. Su nombre es apenas mencionado en la hueca retórica de los actos oficiales. En menos de medio siglo, el General de Hombres Libres fue convertido por los militares en una borrosa imagen y su legado ético -el del hombre que ni siquiera tuvo un palmo de tierra para su sepultura- yace enterrado en la opulencia en la que hoy viven quienes una vez dijeron ser sus hijos.

Desde sus orígenes hasta hoy, el Ejército de Nicaragua muestra tres etapas claramente definidas y diferenciadas, cada una con sus características, pero sin solución de continuidad ni similitudes entre ellas. Lo único constante es la formalidad de la institución misma, que ha experimentado sucesivas metamorfosis para convertirse, cada vez, en una entidad diferente de la anterior y de la siguiente.

Estas mutaciones no son el resultado de su propio desarrollo y evolución institucional, sino de los cambios que se han producido en el cambiante entorno político y económico que le rodea y con el que se mimetiza sin disimulo. Casi podría decirse que se trata de una institución que, como el camaleón, se confunde con el entorno para sobrevivir.

PRIMERA ETAPA: UN ARMAGEDÓN INVENTADO Y UN ENEMIGO INESPERADO


Desmantelada la dictadura, el ejército guerrillero triunfante sobre la Guardia Nacional de la dinastía somocista comienza su transformación en un ejército regular y fuerte, una especie de mini juggernaut centroamericano, una poderosa fuerza militar que nadie sería capaz de detener. Pero no como una necesidad del nuevo Estado revolucionario, sino porque en el imaginario colectivo de la dirigencia sandinista y con un alucinante sentido mesiánico, la invasión de Estados Unidos a Nicaragua era inevitable, sólo cuestión de tiempo.

Se vivía a la espera de un Armagedón preconcebido del que Nicaragua saldría victoriosa en la batalla final entre el bien y el mal, entre la Revolución y el Imperio. Ésa era la orden del día: prepararse para enfrentar y derrotar a la potencia militar más poderosa del mundo.

Pronto quedó claro que la construcción de ese ejército poderoso tendría que hacerse cargo, al mismo tiempo, de otra guerra: la guerra contrarrevolucionaria. Construir un nuevo ejército y librar una nueva guerra supuso una tarea difícil y compleja que tuvo sus luces y sus sombras. La Contra o Resistencia Nicaragüense nunca fue considerada por el liderazgo sandinista el enemigo principal, tan sólo “un instrumento del imperialismo”.

Por eso, el EPS, que se comienza a armar en base a la concepción equivocada de la inevitabilidad de la invasión yanqui (1979-1984), cuando la Contra toma fuerza lo que tenía era un ejército no preparado para la lucha irregular, a pesar de su origen guerrillero, y todo el armamento soviético recibido (tanques de guerra, cañones, artillería antiaérea, artillería reactiva) y la formación de oficiales, preparados bajo las ideas y principios de la guerra convencional para el Armagedón que bullía en las cabezas de los líderes del FSLN, resultaba inútil para enfrentar ese enemigo inesperado que fueron los nicaragüenses integrados en la Contra.

El EPS se fundó sobre una idea equivocada de un enemigo que nunca llegó: la invasión yanqui. Y sus jefes, Humberto Ortega incluido, nunca se imaginaron, ni siquiera sospecharon, que pronto estarían luchando en las montañas contra un ejército campesino que se levantó en armas, financiado, organizado y armado por la administración Reagan.

El suelo nicaragüense volvió a teñirse con sangre de hermanos. Más de 50 mil muertos de ambos bandos. Un costo muy alto por una decisión equivocada, por una guerra que bien pudo evitarse si la Revolución no se hubiese alineado con Rusia, los países del Pacto de Varsovia y Cuba, como su vagón de cola en el tren de la Guerra Fría.

UNA IDENTIDAD POLÍTICA, NO MILITAR


La identidad originaria del EPS no era militar. Era política, moldeada por el legado de Benjamín Zeledón, de Sandino, del Frente Sandinista y de su fundador, Carlos Fonseca. Ésos eran sus paradigmas, sus principales fuentes de orgullo revolucionario y político, más que militar.

En ese contexto, en el que además se impuso un modelo de gobierno en el que se fundían y confundían el Estado, el Partido y el Ejército, no resulta extraño que los miembros del EPS, en particular jefes y oficiales, se considerasen y fuesen, antes que militares, militantes del Frente Sandinista, ninguno de ellos con formación militar profesional previa, que cumplían en el Ejército una tarea revolucionaria encomendada por la Revolución. Lucían con más orgullo sus carnés de militantes que sus grados militares. El espíritu de cuerpo no lo nutría la condición castrense, sino la partidaria.

Eran los años de “¡Dirección Nacional, ordene!”, en los que Humberto Ortega, uno de los nueve miembros de la Dirección Nacional, era la más viva expresión de la confusión Estado-Partido-Ejército. Era a la vez comandante en Jefe del EPS y ministro de un ministerio que nunca existió en realidad, el de Defensa, salvo en la formalidad presupuestaria y en los actos protocolarios.

Por mucho que desde Washington se le endosara a la Revolución y a la misma dirigencia sandinista el ser marxistas, comunistas y socialistas, el marxismo, el comunismo y el socialismo nunca fueron componentes de la identidad de cuerpo del EPS. Ni Marx ni Lenin fueron fuentes de su identidad militar. Sólo eran marxistas, comunistas y socialistas en la retórica política barata y de ocasión. Y aunque quizás aspiraban a serlo, nunca lo fueron ni pasaron más allá de un marxismo panfletario y de folletín.

Si bien sabían de la existencia de los tres tomos de “El Capital” y de las Obras Completas de Lenin, nunca las leyeron, menos las estudiaron, a pesar de que en la década de 1980 Nicaragua fue inundada por toneladas de libros de la Editorial Progreso de Moscú. Quizás lo más cercano que habían leído, y que quizás ocasionalmente se estudiaba en los círculos de estudio partidarios, fue “Los conceptos elementales del materialismo histórico”, de la chilena Marta Harnecker. Se les endosaban los apelativos de marxistas, comunistas y socialistas por su identificación con los regímenes de La Habana, Moscú y de los países del Pacto de Varsovia. Nada más.

Sin embargo, esta identificación tuvo expresiones políticas, más allá de la asistencia militar soviética a la Revolución. Ilusamente, los líderes revolucionarios se consideraban actores de primera línea en la Guerra Fría. Hablando a nombre de la Dirección Nacional del FSLN, Humberto Ortega aseguró en una ocasión, insuflado por una suerte de Destino Manifiesto a la inversa, que “La Dirección siente que está jugando un rol muy importante en la confrontación entre la Unión Soviética y Estados Unidos” y expresó su confianza en que el EPS triunfaría en la guerra contra “los mercenarios” -la Contra-, al igual que la Unión Soviética triunfará en su confrontación con el imperialismo.

SEGUNDA ETAPA: ACOMODARSE PARA SOBREVIVIR


La derrota del FSLN en las elecciones de febrero de 1990 fue un golpe demoledor para una institución que durante una década, al fragor de la guerra civil, se desarrolló de forma irregular. Desde una perspectiva estrictamente militar, el EPS avanzó mucho en organización, e ideológicamente creció alrededor de los paradigmas rescatados de la historia de las luchas populares nicaragüenses. Pero tuvo un déficit abrumador en su ordenamiento jurídico.

El triunfo de Violeta Barrios de Chamorro en las elecciones de febrero de 1990, sumió al EPS en una triple crisis: de identidad, de misión y de legitimidad. Derrotado el proyecto revolucionario y su matriz ideológica, las preguntas que martillaban las cabezas de sus líderes militares eran: ¿Y ahora qué somos y quiénes somos? ¿Quién es ahora el enemigo a combatir y a derrotar? ¿Nos aceptará la sociedad después de los excesos cometidos en tan cruenta guerra civil? Si bien esas interrogantes no se planteaban de forma explícita, era claro que, cortado el cordón umbilical que le unía a su referente político-ideológico fundamental, encontrar las respuestas a esas preguntas era la orden del día para asegurar su sobrevivencia como institución.

La despartidización, o des-sandinización del Ejército, el fin de todo vínculo orgánico-funcional del EPS y de sus oficiales con el FSLN, fue uno de los ejes rectores de los Acuerdos de Transición plasmados en el “Protocolo de Procedimiento de la Transferencia del Poder Ejecutivo de la República de Nicaragua”, suscrito entre representantes del gobierno entrante y del gobierno saliente el 23 de marzo de 1990. El general Humberto Ortega, miembro de la Dirección Nacional del FSLN, comandante de la Revolución, comandante en jefe del Ejército y ministro de Defensa, encabezó la representación del gobierno saliente. Al suscribir ese acuerdo, el general Ortega firmaba, al menos en términos formales, la partida de defunción de la identidad primigenia del Ejército Popular Sandinista. Por eso, propuso el cambio de nombre para distanciarlo de su carácter popular y sandinista. Al hacerlo, lo dejaba huérfano de identidad.

Independientemente de lo que digan, piensen o hagan sus detractores, que sí los tiene y no son pocos, Humberto Ortega fue el líder sandinista más lúcido y pragmático en aquel momento y no tardó en encontrar las respuestas a las dos primeras preguntas: ¿Qué somos, cuál es nuestra identidad? ¿Quién es el enemigo? El tiempo daría respuesta a la tercera interrogante.

¿POR CÁLCULO POLÍTICO O POR CONVICCIÓN?


No le fue muy difícil a Humberto Ortega encontrar respuestas, pues fue el sector extremista de la alianza que había llevado a Violeta Barrios de Chamorro a la Presidencia de la República, la Unión Nacional Opositora (UNO), y los republicanos recalcitrantes del Congreso de Estados Unidos, con el senador Jesse Helms a la cabeza, quienes demandaban reemplazar al EPS por las fuerzas de la Resistencia Nicaragüense.

Fueron ellos quienes le dieron pistas para encontrar, como oportuno salvavidas, al menos un esbozo de lo que pudo haber sido la nueva identidad del Ejército y del enemigo a combatir. El general Ortega hizo uso de su ascendencia y de su liderazgo político, más que militar, sobre la oficialidad para conducir al Ejército, formalmente des-sandinizado, despartidizado, y realmente reducido en efectivos y presupuesto, por la senda que trazó el resultado de las urnas en febrero de 1990: la construcción de la democracia.

No es posible precisar, sin caer en la tentación de la especulación extemporánea, si fue por cálculo político de oportunidad o por convencimiento -aunque personalmente me inclino por lo primero- que casi de inmediato el general Ortega enarboló la bandera de la defensa de la naciente y débil democracia como atisbo de la nueva identidad de la institución que en 1994 fue oficialmente denominada Ejército de Nicaragua.

Desde su puesto de Comandante en Jefe, Ortega encabezó la defensa y protección del vidrioso régimen democrático que comenzaba a construirse. A pesar de las abismales diferencias que existían entre él y la Presidenta Chamorro, ambos se necesitaban mutuamente, hasta que en septiembre de 1993 estalló lo que en mi libro “Transición política y reconversión militar en Nicaragua 1990-1995”, caracterizo como “la crisis del deseo”: el deseo de doña Violeta de cambiar al Jefe del Ejército. Por su parte, Humberto Ortega necesitaba del gobierno de la señora Chamorro para asegurar su permanencia al frente del Ejército y garantizar la existencia y continuidad de la institución armada en un escenario altamente polarizado y completamente adverso. Ella lo necesitó a él para lograr una estabilidad mínima para su débil administración y para el país.

FEBRERO 1995: UN MOMENTO HISTÓRICO


En los años 90 las banderas revolucionarias fueron arriadas en el Ejército, los referentes de su identidad revolucionaria relegados y las fuentes del orgullo militar se apagaron, aunque no necesariamente fueron olvidados por la oficialidad superior. Nada encontró reemplazo en nuevos arquetipos.

La razón de esta orfandad simbólica parece residir, a mi juicio, en el hecho de que fue una etapa de acomodo para sobrevivir y no había nada heroico que rescatar. Aunque quizás, y con mucha cautela, se pueda redimir, pero no en aquel momento sino en perspectiva, el rol de la institución militar en el difícil comienzo de la transición de la guerra a la paz, del autoritarismo a la democracia y de una economía centralizada a una economía de mercado. Redimir también, la ascendencia real que conservó el general Humberto Ortega sobre la oficialidad, o en sus propias palabras, su “autoridad política y moral para mantener cohesionado al Ejército en una situación muy difícil y complicada”.

En cumplimiento de lo prescrito por el Código de Organización, Jurisdicción y Previsión Social Militar, en vigencia a partir del 2 de septiembre de 1994, tras un complejo y espinoso proceso de negociación política, el general Ortega dejó su cargo en febrero de 1995, un momento histórico. Lo sustituyeron sucesivamente los generales Joaquín Cuadra (1995-2000), Javier Carrión (2000-2005), Omar Halleslevens (2005-2010) y Julio César Avilés (2010-actualidad).

HUÉRFANOS DE IDENTIDAD MILITAR


En los discursos públicos de los generales Cuadra y Carrión se encuentran piezas sueltas de lo que pudo haber sido una nueva identidad militar, el nuevo ethos de la institución armada. Democracia, gobernabilidad, institucionalidad democrática, preminencia del poder civil, subordinación al poder civil, control civil, profesionalismo militar, carácter instrumental del Ejército, eran referencias que aparecían siempre en sus alocuciones públicas. Pero no fueron integradas en un corpus que insuflara una nueva identidad militar ni se convirtieron en valores permanentes de la institución, menos aún en fuente de orgullo militar.

En la segunda mitad de la comandancia del general Carrión ese discurso cambió radicalmente. Esos referentes fueron reemplazados por un lenguaje típicamente castrense, de cuartel. Se privilegió la enumeración de logros alcanzados: misiones cumplidas, cifras, horas de vuelo, millas náuticas navegadas, cantidad de personal y materiales transportados, de delincuentes capturados, plantas de mariguana decomisadas, de cocaína incautada, y hasta de cabezas de ganado rescatadas a los abigeos. La Memoria que anualmente publica el Ejército, que más bien pareciera la memoria anual de una fuerza policial, sigue siendo prueba de ello.

1998: EL “MITCH” LOS ACERCÓ AL “IMPERIO”


El inicio de la construcción democrática con el gobierno de la Presidenta Chamorro no incidió, a lo inmediato, en las relaciones entre el Ejército de Nicaragua y las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Seguían siendo tensas y prácticamente inexistentes. No fue sino hasta el último tercio de 1998, durante el gobierno del presidente Arnoldo Alemán que, en lo que yo he denominado “los réditos de la crisis”, se abrió una ventana de oportunidad para el inicio de una nueva era. Un desastre natural y social, el huracán Mitch, fue el disparador del descongelamiento de las relaciones militares entre Nicaragua y Estados Unidos.

México y Estados Unidos fueron los primeros países que desplegaron fuerzas militares para asistir a Nicaragua en las labores de búsqueda y rescate de víctimas del Mitch, de evacuación de la población civil afectada y de su atención con alimentos, agua potable y hospitales de campaña. Todo un paquete de asistencia humanitaria. Las fuerzas del Ejército de Nicaragua trabajaron estrechamente con las estadounidenses. Se reconocieron como soldados y descubrieron que hacían lo mismo y que era más lo que tenían en común que lo que les separaba. Las relaciones comenzaron a desarrollarse. Los años de confrontación habían terminado, aunque obviamente aún quedaban dudas y recelos, nada importantes como para que no se fortalecieran, como en efecto sucedió, al menos hasta antes de 2007.


Quizás sea posible que ambos comenzaran a verse y tratarse como socios. Sin embargo, en algunos sectores del liderazgo militar nicaragüense sí quedaban dudas y recelos. Dudas que eran certezas para Daniel Ortega y su inner circle, su círculo íntimo. Después de todo, diez años de una cruenta guerra civil alentada y financiada por Washington no podían olvidarse fácilmente. Ese rencor, nacido desde los años de la guerra civil y amamantado por los efectos de la derrota en las elecciones generales de febrero de 1990, está hoy aún presente. El “sentimiento antimperialista” que se incrustó en el inconsciente colectivo de la oficialidad del Ejército de Nicaragua los años 80 aún persiste, aunque un tanto desnaturalizado y sin la intensidad de antaño, como un nacionalismo retórico. Bien saben quienes así piensan que la posibilidad de una intervención militar de Estados Unidos es más lejana que la más lejana galaxia del universo.

RUSIA ENTRA DE NUEVO EN ESCENA


La restauración de las relaciones de Nicaragua y Rusia en enero de 2007, con el retorno de Daniel Ortega al gobierno, fue para mí como un déjà vu, un flash back, una especie de back to the future con lo que había visto y vivido en los primeros días de la Revolución en 1979.

En septiembre de 2016, en el acto de celebración del Día del Ejército, Daniel Ortega dijo, sin el menor asomo de rubor, una gran mentira, acomodando la historia a su manera, como siempre hace. Aseguró que en una conversación con el Presidente Carter le pidió asistencia militar para el nuevo ejército de Nicaragua y Carter le había dicho que eso no era posible. La verdad es que sí hubo algún esfuerzo en ese sentido de parte de Washington, pero al final la decisión de arrojarse en brazos de la URSS, de los países del Pacto de Varsovia, de Cuba y de países radicalizados del mundo islámico, obedeció a un “cálculo estratégico” preconcebido de la dirigencia sandinista.

Si el enfrentamiento entre la Revolución y el Imperialismo era inevitable, depender de la asistencia militar de Estados Unidos habría sido un suicidio, una especie de harakiri tropicalizado. Renunciar a esa presagiada colisión con el imperialismo norteamericano hubiera dejado desarmada, vulnerable y, de hecho, derrotada a la Revolución. Ésa es la razón por la que el liderazgo sandinista descartó a Washington e hizo de la URSS en particular, de los países del Pacto de Varsovia en general, y de Cuba, su retaguardia estratégica.

TERCERA ETAPA: NUEVO ACOMODO Y MÁS RETÓRICA


El salto a los años de acomodo para sobrevivir a la siguiente etapa en el desarrollo de la institución militar fue meramente un reflejo de los cambios que se produjeron en el entorno político y económico, con el que de inmediato se mimetizó el Ejército, revelando una entidad sin una identidad específica, indeterminada, que pasa de una a otra, muy similar aunque de signo político distinto. Las normas y valores dominantes -que de hecho no los hay- son igualmente diferentes y se alejan aún más de los que hubo en los primeros años del EPS.

Al analizar el comportamiento del Ejército de Nicaragua a partir de 2007 es claro que, si bien ha logrado conservar la identidad castrense como tal, no hay esfuerzos visibles por buscar fuentes que le insuflen una nueva identidad militar. Lo que sí quedó claro es la identificación, encarnada por el general Avilés, con el proyecto político continuista de Daniel Ortega, en el que los intereses corporativos del Ejército y de la cúpula militar (el generalato y el coronelato) -intereses económicos, financieros y comerciales- se funden con los del consorcio Ortega-Murillo.

A partir de 2007, en cada acto oficial del Ejército, de la Fuerza Naval y de la Fuerza Aérea, Daniel Ortega les recuerda su “origen sandinista”, pero no como uno de los valores de su identidad inicial, sino para asegurar su lealtad política, más bien personal, a su proyecto político dinástico. En esta etapa se inicia una especie de regreso retórico a los inicios del EPS, en condiciones completamente distintas: ni la Revolución volvió al gobierno en su “segunda etapa”, como lo aseguraba Rosario Murillo ni el Ejército del 2007 era el mismo de 1979.

A finales de 2007, casi al concluir el primer año de su nuevo gobierno, Daniel Ortega declaró: “Estas fuerzas armadas son hijas de Sandino, que vino a combatir a las tropas yanquis”. Y en su Mensaje a la Comandancia General del Ejército en septiembre de 2014 escribió: “Nos sentimos orgullosos, todos y cada uno de los nicaragüenses, de nuestro Ejército, que nace y cumple años con la Revolución, y como ella es de raíz Popular, Sandinista, Antiimperialista, y Nicaragüense por Gracia de Dios. Nuestro Ejército surge en las Luchas Libertarias y mantiene su Vocación de Patria Libre, Patria y Libertad…El Ejército de Nicaragua es hijo de la Revolución, porque nació de la Revolución”.

“En estos Nuevos Tiempos -continuaba- se alza Gloriosa la Historia y la Gesta Cotidiana del noble y aguerrido Ejército de Nicaragua que llega a sus 35 Años, con el Espíritu de Diriangén, de Andrés Castro, de Zeledón, de Sandino, de Carlos (Fonseca)”. Y a renglón seguido intenta establecer un vínculo con la “Nicaragua Cristiana, Socialista y Solidaria…” en la que Ortega cree vivir, pero que no es más que una retórica cargada de mayúsculas, una ficción que trata de darle identidad a su régimen, y por extensión al mismo Ejército, que de cristianos, socialistas y solidarios no tienen nada.

Históricamente, ésas fueron las raíces del Ejército, pero 35 años después las palabras eran un anacronismo absoluto, una asincronía total. La Revolución fue derrotada en 1990 y el Ejército perdió su identidad primigenia, o se despojó formalmente de ella. Tuvo que hacerlo para sobrevivir, aunque dosis de ese orgullo hayan quedado en “suspensión animada” en el inconsciente colectivo de la alta oficialidad. Pero tampoco la alta oficialidad de hoy es la misma de 1979. Ni siquiera la misma de 1990.

LA DESCONFIANZA EN LOS NUEVOS


Las reformas que en 2014 se hicieron al Código Militar (Ley 855) y a la Normativa Interna Militar ampliando la edad de re¬tiro (60 años) para todos los oficiales, excepto para los generales, quienes no tienen tiempo especificado para retiro, ya que “por necesidad institucional y la naturaleza del cargo, el Comandante en Jefe podrá autorizar la continuidad en el servicio de Oficiales Superiores, aunque hayan cumplido los 60 años de servicio militar activo”, que el tiempo de servicio para el retiro sea de 35 años para todos los oficiales hasta el grado de Coronel, así como que los oficiales generales pudiesen permanecer en sus cargos y con sus grados por tiempo indefinido “por interés institucional”, reflejan cambios sustantivos experimentados por el Ejército.

Es preciso subrayar que, en su oportunidad, el entonces Inspector General del Ejército, mayor general Ramón Calderón Vindell, no compartía esas reformas y dijo: “No es ni un interés ni es sano para la institución la continuidad, de alguien en un cargo, en un grado, si ya ha pasado el tiempo que tiene establecido, no en la Ley 181, pero sí en la Normativa… Podemos ser necesarios para la institución, pero no indispensables”.

Es evidente que Ortega y Avilés no confían en los oficiales formados en el Centro Superior de Estudios Militares, en la Academia Militar fundada en 1993, cuya primera promoción egresó en 1996 y en la que hasta 2016 se habían graduado 21 promociones. En la Normativa Interna Militar se hace referencia a una Normativa para la prestación del Servicio Militar Activo, cuyo contenido se desconoce al igual que la cantidad de cadetes graduados con el grado de Teniente, así como los grados que han alcanzado a la fecha los egresados de la primera promoción (1996) y los cargos que ocupan en la actualidad.

Lo que sí queda claro es que al aumentar la edad de retiro y el tiempo de prestación del servicio militar activo, y el hecho de dejar abiertos a discreción ambos criterios para los oficiales generales (General de Brigada y Mayor General), Ortega y Avilés demostraron desconfianza en los oficiales egresados del Centro Superior de Estudios Militares.

La cantera de los fundadores del Ejército está prácticamente agotada y el fin último de las reformas no fue “aprovechar la experiencia acumulada” de estos oficiales, sino preservar la “última camada” de guerrilleros fundadores del Ejército, que por cierto son de tercer nivel y, por ello, subordinables políticamente a Daniel Ortega, a diferencia de lo que ocurrió con su hermano Humberto y con los generales Cuadra, Carrión y Halleslevens, con los que el trato era de igual a igual. Ellos tenían autoridad política, algo que el actual Comandante en Jefe, el general Julio César Avilés, no tiene.

LA SOBERANÍA NACIONAL: UNA RETÓRICA HUECA


Mientras Ortega navegaba en el anacronismo, en la celebración del 35 aniversario de la constitución del Ejército el general Avilés evocó las fuentes de la primigenia identidad y orgullo militar de un ejército que hoy día ya no es el que fue, en un tiempo que no es el mismo y en un escenario completamente distinto.

“Somos Herederos -dijo- de la lucha de nuestra tierra, herederos de San Jacinto y del General José Dolores Estrada, del General Benjamín Zeledón y de sus combatientes de El Coyotepe y La Barranca, herederos de la gesta inmortal del General de Hombres Libres, Augusto C. Sandino y de su Ejército Defensor de la Soberanía Nacional. Somos herederos de la lucha de nuestro pueblo por la liberación nacional”.

Las palabras de Avilés cumplieron con la retórica de ocasión, pero ni siquiera alcanzaron a ser una evocación nostálgica. Fueron la reiteración de un discurso que se repite, sin alma, sin sentimiento, sin sentido de realidad. El legado de Zeledón y de Sandino, sobre todo su componente ético, que es el más importante, fue malversado. Sólo llama la atención que no se llama heredero del FSLN sino de “la lucha de nuestro pueblo por la liberación nacional”.

La defensa la soberanía de la independencia nacional y de la integridad territorial es sólo retórica. En noviembre de 2012, la Corte Internacional de Justicia falló a favor de Nicaragua en su diferendo fronterizo marítimo con Colombia y le concedió aproximadamente 90 mil kilómetros cuadrados de mar territorial en el Caribe. Sin embargo, el Ejército no incluyó en su solicitud de presupuesto para 2013 recursos para adquirir medios y equipos navales y aéreos para proteger y defender ese mar territorial ampliado.

Sí solicitaron recursos para la construcción de un nuevo Hospital Militar, negocio que le deja al Ejército millonarias utilidades por los servicios de salud que presta a los afiliados del seguro social: unos 9 millones de dólares anuales sobre la base de 75 mil afiliados atendidos bajo el concepto de “clínica previsional”. Según declaraciones oficiales, esperan duplicar el número de asegurados en los próximos años. A esta cantidad deben agregarse los ingresos que generan los “servicios privados” que presta el hospital a quienes pueden pagar las elevadas tarifas que cobra.

Hasta la fecha no se han solicitado recursos financieros para invertir en la adquisición de medios y equipos para la defensa de la soberanía nacional y la integridad territorial recuperadas. Para los “empresarios en uniforme” ésa no es la prioridad. Lo son los negocios corporativos a través del Instituto de Previsión Social Militar (IPSM) y los negocios individuales de la cúpula militar.

Lo que sí aprobó la Asamblea Nacional, y lo ha continuado haciendo hasta ahora cada seis meses, a solicitud del Ejército a través del Ejecutivo, es el ingreso de tropas y medios de Estados Unidos, Rusia y otros países para hacer lo que por precepto constitucional le compete al Ejército: defender ese mar territorial ampliado.

COMPRAS DE ARMAMENTO A RUSIA


No fue sino hasta tres años después del fallo de la Corte Internacional de Justicia que se conoció que el Ejército estaba adquiriendo 50 tanques de guerra T-72B1, dos coheteras y cuatro patrulleras, y que estaba en curso una negociación para adquirir una cantidad no especificada de aviones de entrenamiento y combate Yak-130, todos equipos de guerra de manufactura rusa.

En su conjunto, esas adquisiciones son irracionales y aunque poco antes de la celebración del Día del Ejército, en septiembre de 2016, el general Avilés declaró que los tanques de guerra habían sido donados por Rusia, se trata de una adquisición absurda, porque sin un conflicto militar interestatal convencional a la vista, los tanques apenas serán piezas en el espectáculo de los desfiles militares.

El precio de las dos coheteras encargadas a un astillero ruso es de 45 millones de dólares cada una y el de cada Yak-130 cerca de 16 millones. Las cuatro patrulleras sí tienen sentido por el precario estado de los medios de superficie de la Fuerza Naval, no así las coheteras. Cada Yak-130 cuesta el doble de un Super Tucano brasileño, el medio aéreo idóneo para interdicción aérea.

LOS SUEÑOS DE LA GUERRA FRÍA


Más allá de la racionalidad y los costos de esas adquisiciones, el paquete de la cooperación rusa tiene implicaciones geopolíticas que sobrepasan hasta el infinito el peso estratégico que Nicaragua tiene, o pueda tener hoy, en el concierto internacional.

Ortega ha hecho concesiones a Rusia para permitirle tener de nuevo en Centroamérica, como en la década de 1980, una cabeza de playa en el “patio trasero” de Estados Unidos. Esas concesiones incluyen la construcción y operación de una estación terrena de seguimiento de la navegación satelital del sistema Glonass y de un centro regional de entrenamiento para la lucha contra el narcotráfico, el crimen organizado y el lavado de dinero. Incluyen un procedimiento expedito para el ingreso de naves de la armada rusa a puertos nicaragüenses.

Ese centro y la estación terrena, construidos por obreros rusos y unos pocos nicaragüenses en medio de un hermético sigilo, han despertado sospechas de que se trata de establecer un sistema de inteligencia y espionaje electrónico que va más allá de sus alegados fines civiles.

En su mentalidad conspirativa y en sus recurrentes sueños de Guerra Fría, de nuevo Daniel Ortega se ve siendo actor principal en una lucha de gigantes. Su “alianza” con Rusia no parece tener otro sentido que inquietar e incomodar a Estados Unidos, principal socio comercial de Nicaragua. En esa aventura le acompaña el Ejército de Nicaragua, que aunque tiene necesidad de renovar sus vetustos medios aéreos y navales, sigue el libreto político de Ortega, y dese¬cha mercados más favorables como los de Brasil, España u Holanda, para lanzarse a los brazos de Rusia, como lo hizo antes a los de la URSS. La historia se repite y como dice Carlos Marx en “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, la primera vez lo hace como tragedia y la segunda como farsa.¬

2013: CÓMO DESMANTELARON LA ESTRATEGIA DE DESARROLLO INSTITUCIONAL


La Estrategia de Desarrollo Institucional del Ejército de Nicaragua fue concebida en un escenario que, si bien no fue buscado sino que se trató de una oportuna coincidencia de tiempos y acontecimientos, resultó favorable para el ejercicio del control civil democrático por el traslape de períodos entre los del Ejecutivo y los del Comandante en Jefe del Ejército.

El Presidente de la República no escogería a un Jefe militar con el que tuviese afinidad política, evitando así que la institución fuese contaminada políticamente. Pieza clave de la Estrategia en el proceso de sucesión del mando militar era que el jefe de la Dirección de Operaciones y Planes fuera el sustituto natural del jefe del Estado Mayor saliente. Una pieza final sellaba el desarrollo institucional del Ejército: el Comandante en Jefe saliente no tenía injerencia en la nueva Comandancia General y bajo ningún concepto intervendría en su desempeño.

El período de un Comandante en Jefe se iniciaba con el Presidente que le nombraba y terminaba con el siguiente, quien a su vez nombraría a su sucesor. Nominado por la presidenta Violeta Barrios de Chamorro, el general Joaquín Cuadra asumió la jefatura del Ejército el 21 de febrero de 1995. El período de la presidenta Chamorro Barrios finalizó el 10 de diciembre de 1997, cuando asumió el presidente Arnoldo Alemán, quien el 21 de diciembre de 2004 nombró al general Javier Carrión como sustituto del general Cuadra, y así sucesivamente hasta el 21 de febrero de 2015, cuando Daniel Ortega prolongó por otro período al general Julio César Avilés. Eso no estaba en el guion de la Estrategia, y aunque no causó una crisis institucional en el Ejército, fue el inicio de su desmantelamiento y de la contaminación política de la institución armada.

Ya desde diciembre de 2013, el general Avilés y Daniel Ortega comenzaron a demoler la Estrategia de Desarrollo Institucional acordada desde la salida del Ejército del general Humberto Ortega en febrero de 1995. Lo hicieron pasando a retiro obligado al mayor general Óscar Balladares, jefe del Estado Mayor General, entonces primero en la línea de sucesión. Y lo reemplazaron con el general Óscar Mojica, un comodín cuya función no era en realidad la de ejercer como jefe del Estado Mayor General, sino la de articular, como “brocker” los intereses corporativos (financieros, económicos y comerciales) del Ejército, que administra el IPSM del que Mojica era director ejecutivo, con los intereses individuales de la cúpula militar y con los del consorcio Ortega-Murillo.

2017: CÓMO SE FRENÓ UNA CRISIS


El nombramiento y posterior desempeño del general Mojica como jefe del Estado Mayor General, un cargo para el que no tenía ni la más mínima preparación, generó inconformidad en sectores de la alta oficialidad del Ejército, creando condiciones para una crisis interna que pondría en situación de riesgo la estabilidad y credibilidad de la institución armada.

Al parecer, la situación se tornó prácticamente insostenible. Y Daniel Ortega y el general Avilés decidieron remover a Mojica para conjurar la crisis en ciernes. El 27 de marzo de 2017 se anunció que Mojica y el general Adolfo Zepeda, inspector General, habían cesado en sus cargos. Lo sustituían el general de Brigada Bayardo Rodríguez, jefe de la Dirección de Operaciones y Planes y el contral¬mi¬rante Marvin Corrales, jefe de la Fuerza Naval.

¿UNA PEQUEÑA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL?


El nombramiento de Rodríguez marca el regreso de los tropistas a un cargo que por sus características les corresponde de forma natural. Y la salida de Zepeda parece indicar el fin del “reinado” de la Inteligencia y la Contrainteligencia militar, entronizadas en la cúpula del Ejército desde la llegada del general Omar Halleslevens a la Comandancia General en febrero de 2005.

Rodríguez y Corrales son oficiales profesionales de reconocido prestigio y respeto entre la oficialidad. A pesar del pragmatismo que usualmente me caracteriza, quisiera pensar que el nombramiento de ambos pudiera significar un retorno a los principios de la Estrategia de Desarrollo Institucional que, de respetarse, han colocado al ahora mayor general Rodríguez en la línea de sucesión del mando militar.

Rodríguez tiene todos los atributos necesarios para ocupar la cima del mando militar y ser el próximo Comandante en Jefe. Sin embargo, el notorio irrespeto y desprecio de Daniel Ortega por la institucionalidad y la gobernabilidad democráticas, las ridículas interferencias de Rosario Murillo en el gobierno, y la sumisión del general Avilés a ambos, hacen que mantenga las puertas de la incertidumbre abiertas de par en par sobre el futuro de la institución militar. Más aún, en el hipotético caso en que el mayor general Rodríguez llegara a convertirse en el próximo Comandante en Jefe, queda por verse qué tanta autonomía de vuelo tendría en el gobierno autoritario, continuista y dinástico que ha construido el consorcio Ortega-Murillo.

CÓMO SOBREVIVIERON A LA PARADOJA DE LOS AÑOS 90


Cuando perdió su identidad militar originaria y las fuentes primigenias de su orgullo militar, su ethos revolucionario, popular y antimperialista, como consecuencia de la derrota electoral de su matriz político-ideológica, el FSLN, el Ejército Popular Sandinista quedó a la deriva.

No pudo encontrar, tampoco hizo mucho esfuerzo por edificarla, una nueva identidad y nuevas fuentes de orgullo militar en el complejo entorno de la construcción democrática iniciada en 1990. Tuvo que adaptarse, no necesariamente por convencimiento y compromiso real con la democracia, sino para sobrevivir como institución.

Logró eludir las múltiples amenazas que le acechaban en un escenario que le era completamente adverso, dentro y fuera de Nicaragua. Y sobrevivió, pero sin identidad. Encubrió sus fuentes originarias de orgullo militar, que no calzaban en el nuevo régimen que se construía, donde era un cuerpo extraño incrustado en el frágil tejido democrático que comenzaba a desarrollarse. Al menos así lo consideraban quienes encabezaban el gobierno Chamorro, los extremistas de la UNO y los radicales de Washington.

Fue paradójico: Un ejército nacido y desarrollado al calor de un profundo sentimiento antimperialista, resguardaba y defendía a un gobierno protegido por “el yanqui, enemigo de la humanidad”. Todo un contrasentido. Se impuso la urgencia de sobrevivir.

El regreso de Daniel Ortega al poder no significó un retorno a la identidad primera. Sergio Ramírez, miembro de la Junta de Gobierno (1979-1984) y vicepresidente de la República (1984-1990), lo señala con meridiana claridad: “Hoy aquellos ideales han sido deformados y falsificados por un poder familiar que utiliza la retórica de la Revolución, pero contradice los sueños que inspiraron a miles de nicaragüenses”. Y así existe hasta hoy el Ejército. Si algo de identidad pudiese tener hoy es un hedonismo material, el placer que le brinda el goce de sus intereses, construido con los multimillonarios recursos de la cooperación venezolana. Un ejército de empresarios en uniforme. Un ejército camaleónico, que ha sufrido una aguda metamorfosis, convertido ahora en un imperio económico local.

¿CUÁL SERÁ EL FUTURO DE LAS RELACIONES CON ESTADOS UNIDOS?


Durante los ocho años de la administración Obama las relaciones entre Nicaragua y Estados Unidos fueron “cordiales”, como se dice en lenguaje diplomático. Hasta ahora no es posible anticipar cómo serán con la administración Trump. Está pendiente el desenlace de la Nica Act. Tampoco se puede prever cómo la política exterior de Trump hacia Nicaragua influirá en las relaciones militares entre Nicaragua y Estados Unidos.

Es posible que la cooperación entre los militares de ambos países, canalizada a través del Comando Sur, continúe siendo “cordial”, como hasta ahora. Para el gobierno y para el Ejército esa relación de cooperación es esencialmente utilitaria, oportunista, y como en las dos caras de una misma moneda, Daniel Ortega continuará pidiéndoles más asistencia militar, “sin condiciones, como la que brinda Rusia”. Lo que resta por verse es si, en la otra cara de la moneda, continuará atacando al “imperio” con su típica retórica antimperialista, ahora con una administración que podría ser más dura que condescendiente como lo fue la del Presidente Obama.

Ortega y el Ejército saben ser pragmáticos y, como hace unos años me dijo, con candor o cinismo, un alto jefe del Comando Sur, Estados Unidos privilegia la “guerra contra el narcotráfico” independientemente de si el país en cuestión es o no democrático. Pragmáticos, Ortega y Avilés continuarán recibiendo con beneplácito la asistencia militar de Estados Unidos... y pidiendo más. Pero, con la obsesión conspirativa de Daniel Ortega, quien cohabita a gusto con los fantasmas de la Guerra Fría, Nicaragua no dependerá de la asistencia militar de Estados Unidos.

¿CÓMO SE MOVERÁ EL CAMALEÓN?


Cambiar la actual identidad empresarial del Ejército, una identidad sometida a los intereses de las relaciones internacionales de Daniel Ortega, que ha estrechado vínculos de cooperación militar con Rusia, Venezuela y Cuba, no será posible si no cambia el régimen continuista y dinástico Ortega-Murillo. Tendría que desparecer este gobierno para que, en un nuevo escenario político y económico y con un gobierno genuinamente democrático, el ethos militar cambiase.

No hay duda de que en un giro político así el Ejército tendría que cambiar y adaptarse para sobrevivir. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones. En el pasado lo hizo para sobrevivir en un escenario polarizado y hostil. Se adaptó y sobrevivió, pero sólo para lanzarse después a los brazos de Daniel Ortega. ¿Sobrevivirá por segunda vez, como cuando tuvo que arriar las banderas de su identidad revolucionaria?

El camaleón es un animal cauteloso. Se mueve lentamente, casi vacilando. En un eventual nuevo escenario adverso, hostil a los empresarios en uniforme, no es muy seguro que el Ejército se mueva tan rápido como lo hizo a inicios de los años 90. La gran diferencia está en el actual liderazgo: carece de la lucidez y el pragmatismo de los jefes militares de aquellos años.

No puede descartarse que se mueva rápidamente, por preservar los privilegios acumulados. ¿Será eso lo que los empuje a un nuevo proceso de mimetización? Después de todo, convivimos con una especie de reptil que, a pesar de su uniforme verde olivo, es capaz de camuflarse con cualquier otro color del espectro político-económico en el que le toca moverse. Así que, o nos sorprenden o nos decepcionan una vez más.

CONSULTOR CIVIL EN SEGURIDAD Y DEFENSA.

Imprimir texto   

Enviar texto

Arriba
 
 
<< Nro. anterior   Nro. siguiente >>

En este mismo numero:

Nicaragua
Observadores del eclipse institucional

Nicaragua
Noticias Nicaragua

Nicaragua
“El fantasma de la Nica Act flota sobre nuestra economía, que ya enfrenta riesgos”

Nicaragua
Breve historia de nuestra institución armada: un ejército camaleón

América Latina
“Son formas de explotación minera injustas, no éticas, irresponsables”

El Salvador
Ha muerto un hombre de la CIA

Centroamérica
Los indocumentados en la era Trump: miedos, resistencia, estrategias… y más
Envío Revista mensual de análisis de Nicaragua y Centroamérica