Haití
Para Haití que sufre, la primera palabra…
Haití duele. Nunca habíamos visto un desastre tan próximo y tan espeluznante como el terremoto del martes 12 de enero. Nunca antes un país latinoamericano, para colmo el más empobrecido, había sufrido algo tan terrible.
Equipo Envío
No queremos repetir noticias conocidas y que todavía nos conmueven. Lo que nos parece oportuno es recordar un poco de la historia haitiana, que puede explicar mejor la magnitud de la tragedia. Porque el dolor de Haití comenzó antes, mucho antes del terremoto.
El predicador evangelista estadounidense Pat Robertson declaró que el terremoto que arrasó Haití y en el que se calculan más de 200 mil muertos, más de 200 mil heridos y más de 2 millones de damnificados, es culpa de los mismos haitianos, porque hicieron un pacto con el diablo hace más de doscientos años para, a cambio, conquistar su independencia.
Aunque Pat Robertson miente, en la historia de Haití ha habido muchos demonios…
El primer demonio se llamó España. A fines del siglo 15, los españoles invadieron América. Los indígenas taínos que poblaban la isla llamada Ayití eran pacíficos. Cristóbal Colón y sus marineros, hambrientos de oro, fueron responsables de las primeras matanzas. La espada y los trabajos forzados arrasaron la población de esta pequeña isla del Caribe. La viruela y la sífilis, para las que sus organismos no estaban preparados, hicieron el resto. A la llegada de los españoles, Haití contaba con una población de 500 mil indígenas. Veinte años más tarde, apenas quedaban 30 mil, trabajando como esclavos en los lavaderos de oro. Cincuenta años más tarde, no quedaba un solo taíno vivo para contar el horror de aquellos demonios blancos.
El segundo demonio se llamó Francia. A finales del siglo 17, los franceses, en sus guerras de expansión y de conquista, expulsaron a los españoles de la mitad occidental de la isla bautizada como La Española y se apropiaron de Haití. Cap-Français, la primera capital del país, fue el puerto de llegada de los barcos negreros provenientes de África. Esclavos y esclavas tenían un promedio de vida útil de cinco años en las plantaciones de azúcar. Morían por miles y eran reemplazados por otros. La Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad, aceptaba sin asco la más terrible esclavitud en Haití, la rica colonia de ultramar que abastecía de azúcar las mesas europeas. Los famosos librepensadores franceses consideraban que los esclavos eran simples animales a su servicio.
Pero los esclavos negros se organizaron contra la tiranía francesa. Toussaint Louverture encabezó la rebelión. Su ejército de desarrapados venció al ejército de Napoleón Bonaparte. En 1804, haitianos y haitianas proclamaron la primera independencia de América Latina. Haití fue el primer país donde se abolió legalmente la esclavitud. No fue Inglaterra ni Estados Unidos, como dicen los libros, sino Haití, el primer país del mundo donde se proclamó la libertad de todo ser humano. La bandera de los negros y las negras libres se alzó sobre las ruinas.
La tierra haitiana, devastada por el monocultivo del azúcar, deforestada por la explotación de la caoba, arrasada por la guerra, había perdido la tercera parte de su población en los campos de batalla. El demonio llamado Francia nunca perdonó la humillación ni la pérdida de aquella colonia, tan rica y tan explotada.
El tercer demonio se llamó Europa. Después de la derrota, Francia bloqueó la isla y ningún país reconoció la independencia de Haití. Las potencias europeas no admitían la existencia de una nación gobernada por antiguos esclavos. La libertad de Haití cuestionaba y amenazaba sus propios sistemas esclavistas. A pesar de la soledad internacional, Haití comenzó a gobernarse. Alexandre Pétion presidió la naciente república y distribuyó tierras entre los antiguos esclavos. Pero Europa, la Europa blanca y cristiana, apoyó a Francia en su reclamo de una gigantesca indemnización que la nueva y pequeña república de Haití tendría la obligación de pagar por “daños de guerra”, por haber cometido el delito de ser libre. Francia exigió 150 millones de francos oro, equivalentes a 21 mil 700 millones de dólares actuales. Haití, estrangulada y abandonada por todos, cayó en manos de gobernantes cómplices de Europa, que destinaban los poquísimos recursos del país a pagar “la deuda francesa”.
El cuarto demonio se llamó Estados Unidos. Los banqueros norteamericanos prestaron dinero a Haití para hacer ferrocarriles y plantaciones de banano. Los préstamos -que los intereses de usura iban multiplicando- resultaron impagables a una república aislada y empobrecida. En 1915, el presidente norteamericano Woodrow Wilson envió marines a Haití para tomar el control del país. La primera medida de los invasores fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. Liquidaron el Banco de la Nación, impusieron trabajos forzados a gran parte de la población y prohibieron la entrada de negros en hoteles y restaurantes. Con el pretexto de proteger las reservas de oro de Haití se las llevaron
a las cajas fuertes de Nueva York.
Después de 19 años de ocupación, los norteamericanos se retiraron de la isla habiendo cumplido su principal objetivo: cobrar las deudas del City Bank. Entonces, Robert Lansing, secretario de Estado norteamericano, justificó la larga y feroz ocupación militar, explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, ya que tiene “una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización”. La misión “civilizadora” de los marines concluyó en 1934. Atrás dejaron una temible guardia nacional, entrenada por ellos, para exterminar cualquier posible brote de rebeldía en Haití.
El quinto demonio se llamó François Duvalier. En 1957, apoyado por el ejército de Estados Unidos, asumió la presidencia este médico asesino que aterrorizó a la población haitiana, mezclando religión y política. Inspirado por los “camisas negras” del fascismo italiano, Duvalier creó una milicia conocida como los “tonton macoute”, responsables de 30 mil asesinatos e incontables atrocidades y torturas. Duvalier se proclamó “presidente vitalicio”.
A su muerte, lo sucedió su hijo Jean Claude, tan canalla como su padre.
En 1986, después de 30 años de una de las dictaduras más sanguinarias de América Latina, una insurrección popular sacó del poder a Jean Claude, que se exilió en Francia, cuyo “democrático” gobierno le brindó un asilo dorado a él y su familia. Ya sin la pesadilla de los Duvalier, se pudieron realizar, por primera vez, elecciones democráticas en Haití.
El sexto demonio se llamó Vaticano. En 1991, Jean Bertrand Aristide, un sacerdote muy popular, surgido de las comunidades de base, se lanzó como candidato y ganó la Presidencia de Haití. El Papa Juan Pablo Segundo, enemigo acérrimo de la teología de la liberación, se opuso desde el inicio al compromiso político de Aristide. El cura revolucionario duró pocos meses como Presidente. El gobierno norteamericano, que tampoco simpatizaba con las tímidas reformas sociales de Aristide, en las que proponía caminos que hicieran pasar a su pueblo “de la miseria a la pobreza con dignidad”, ayudó a derribarlo. Entrenado en la Escuela de las Américas, el general Raúl Cedras dio el golpe de estado. Las calles de Puerto Príncipe se llenaron de cadáveres. Cómplice del golpe, el Vaticano reconoció de inmediato el gobierno del nuevo dictador.
Las tropas norteamericanas se llevaron a Aristide a Estados Unidos, lo sometieron a un “tratamiento” para que abandonara sus ideas “extremistas” y, una vez reciclado, lo devolvieron a la Presidencia haitiana. Para borrar las huellas de la participación norteamericana y vaticana en la carnicería organizada por el general Cedras, los marines se llevaron 160 mil páginas de los archivos secretos de Haití.
El séptimo demonio se llamó Fondo Monetario Internacional. En 1996, René Préval fue elegido presidente de Haití. En realidad, no presidía nada porque desde los tiempos de Duvalier eran el Fondo Monetario y el Banco Mundial quienes controlaban la economía haitiana. De las pocas cosas que producía Haití era arroz, alimento básico de la población. El Fondo Monetario, siguiendo las recetas neoliberales, obligó a Haití a abrirse al “libre mercado” eliminando
el apoyo a la producción nacional. Haití obedeció sin rechistar las instrucciones de este organismo usurero. Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o en balseros. Actualmente, Haití compra todo el arroz de Estados Unidos. Un arroz transgénico.
El octavo demonio… ¿cómo se llamará? ¿Estará agazapado entre quienes han llegado con ayuda humanitaria y con presencia militar? ¿Se esconderá entre la avalancha de proyectos de reconstrucción? ¿Lo descubrirán a tiempo los haitianos? ¿Lo descubriremos nosotros todos, en el resto del mundo? ¿O por fin no habrá más demonios?
El terremoto que destruyó a Haití no comenzó el 12 de enero sino hace más de 500 años. ¿Miraremos por fin a Haití, la primera nación libre y sin esclavos de América, con la dignidad y el respeto con que merece ser mirada?
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