Internacional
Los beneficios del fracaso y la importancia de la imaginación
¿Quién no conoce a Harry Potter?
La creadora del joven mago
y de la saga que ha encantado a millones en todo el mundo,
la británica J.K. Rowling,
recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Harvard en junio.
Le correspondió también ese día el discurso en la 357 ceremonia de graduación
de ese famoso centro de estudios.
Éste es el núcleo central de sus palabras, un sugerente mensaje para la juventud.
J.K. Rowling
Me he devanado la cabeza y el corazón pensando en lo que debía decir hoy. Me he preguntado sobre lo que me hubiese gustado escuchar en mi propia graduación y he repasado las importantes lecciones que he aprendido durante los 21 años que han pasado desde aquel día hasta hoy. Y he llegado a dos respuestas. En este maravilloso día en el que nos reunimos para celebrar el éxito académico de todos ustedes he decidido hablarles sobre los beneficios del fracaso. Y como ustedes están a punto de ingresar a la llamada “vida real”, quiero también ponderar ante ustedes la crucial importancia que tiene la imaginación.
Recordar a la joven de 21 años que yo era cuando me gradué es una experiencia un poco incómoda teniendo en cuenta que ya tengo 42 años. Hace la mitad de mi vida me enfrentaba a un frágil balance entre mis ambiciones y lo que mis padres esperaban de mí. Estaba convencida de que lo único que quería hacer para siempre era escribir novelas. Sin embargo, mis padres, que vienen de entornos pobres y que nunca fueron a la universidad, vieron mi exaltada imaginación sólo como un divertido regalo personal con el que no podría pagar una hipoteca o garantizarme una pensión. Yo quería estudiar Literatura Inglesa. Llegamos a un compromiso que ahora veo no dejó satisfecho a nadie y al final acabé estudiando Lenguas Modernas. Pero, apenas el auto de mis padres se volteó en una esquina del camino, dejé de estudiar alemán y corrí al camino de los Clásicos. No recuerdo haberle dicho a mis padres que estaba estudiando Clásicos. Creo que se enteraron el día de mi graduación. Quiero aclarar, entre paréntesis, que no culpo a mis padres por sus puntos de vista. Hay un momento en la vida en que debes dejar de culpar a los padres por guiarte en una dirección equivocada. Cuando ya eres lo suficientemente mayor para tomar las riendas de tu vida, la responsabilidad siempre es tuya. Y aún más: no puedo criticar a mis padres por desear que yo no experimentara la pobreza. Ellos ya eran pobres y entonces yo también lo era y coincidía con ellos en que ser pobre no es una experiencia gratificante. La pobreza trae consigo miedo y estrés y en ocasiones provoca depresión. Significa miles de humillaciones y necesidades.
Pero, a la edad de ustedes lo que más temía yo no era la pobreza, era el fracaso... No soy tan ingenua para pensar que porque ustedes son jóvenes, dotados y bien educados, nunca tendrán privaciones y decepciones. El talento y la inteligencia nunca han vacunado a nadie contra los caprichos del destino. Así que puedo suponer que todos los aquí presentes no han disfrutado siempre de una vida llena de privilegios y felicidades. A pesar de esta suposición, el hecho de que ustedes se están graduando en Harvard sugiere que no están muy acostumbrados al fracaso. Seguramente han tenido tanto miedo al fracaso como han deseado el éxito... Con todos estos preludios, debo decirles que sólo siete años después del día de mi graduación fracasé a una escala épica. Un muy corto matrimonio estalló y yo quedé desempleada, madre soltera, y tan pobre como es posible serlo en la actual Gran Bretaña. Los temores que mis padres sentían por mí, y que yo también sentía, se hicieron realidad y según los estándares habituales, yo misma era el mayor de los fracasos que conocía... No tenía idea de cuánto se alargaría el túnel y durante mucho tiempo cualquier luz al final de ese túnel era para mí una esperanza más que una realidad.
¿Por qué les hablo de los beneficios del fracaso? Es simple: porque el fracaso significa un camino hacia lo no esencial. Al fracasar, tuve que detenerme para entender que pretendía ser alguien muy diferente a lo que en realidad era y comencé a dirigir todas mis energías a lo que en realidad me interesaba... Fui libre, pues aunque mis más grandes miedos se habían materializado, aún estaba viva y aún tenía una hija a la que adoraba y aún tenía una máquina de escribir y grandes ideas. Fue entonces que el suelo de aquel túnel se convirtió en el cimiento sobre el que reconstruí mi vida.
Tal vez ustedes nunca fracasen a la escala a la que yo fracasé, pero algunos fracasos en la vida son inevitables. Es imposible vivir sin fracasar en algo, a no ser que ustedes vivan con tantas cautelas que en realidad no estén viviendo. En ese caso fracasarían “by default”. El fracaso me dio una seguridad interior que nunca había experimentado cuando aprobaba los exámenes en la universidad. El fracaso me enseñó cosas acerca de mí misma que no hubiese podido aprender de otra manera. Descubrí que tengo una voluntad firme y más disciplina de la que creía. También descubrí que tenía amigos con un valor mucho mayor que el de los rubíes que brillan allá arriba.
Ese sentimiento de que has resurgido desde el fondo, más sabia y más fuerte, te da, para siempre, una gran seguridad en tu capacidad para sobrevivir. Nunca te conoces verdaderamente ni conoces la fortaleza de tus relaciones hasta que todo eso se pone a prueba ante la adversidad. El conocimiento que adquieres así es un gran regalo. Todo lo que gané tan dolorosamente tenía más valor que cualquiera de las excelentes calificaciones que había obtenido. Si me dieran una máquina del tiempo o el “giratiempo”, le diría a mi yo de 21 años que la felicidad personal reside en saber que la vida no es una lista de compras y logros. Las calificaciones que tengan ustedes, su currículum, no son su vida, aunque sé que conocerán a muchas personas de mi edad o mayores que yo que confunden esos dos aspectos. La vida es difícil y es complicada y está más allá del control de cualquier persona. Y es la humildad de saber eso lo que les permitirá sobrevivir a las vicisitudes de la vida.
Tal vez piensen ustedes que escogí mi segundo tema, “la importancia de la imaginación”, porque la usé para reconstruir mi vida. Pero no fue tan así. Aunque defenderé hasta mi último aliento el valor de las historias y de los cuentos, he aprendido la importancia que tiene la imaginación en un sentido mucho más amplio. La imaginación no es sólo la capacidad única que tenemos los seres humanos de ver lo que no es real, fuente de todas las invenciones e innovaciones de la humanidad. Es también la capacidad humana más transformadora y reveladora: es el poder que nos permite compartir con otros seres humanos experiencias que no hemos vivido.
Una de las experiencias que más me ha enseñado en la vida precede a Harry Potter y está presente en lo que después escribí en esos libros. Fue en uno de mis primeros trabajos en un departamento de investigación que tenía Amnistía Internacional en Londres. Allí, en mi pequeña oficina, leía asombrada cartas que llegaban de países con gobiernos totalitarios, cartas de hombres y de mujeres que se arriesgaban a ser encarcelados por informar al mundo lo que les estaba pasando. Vi fotos de desaparecidos sin dejar rastro, enviadas a Amnistía por sus desesperadas familias y amigos. Leí el testimonio de víctimas de tortura y vi imágenes de sus heridas. Conocí resúmenes escritos a mano de juicios de ejecuciones, secuestros y violaciones.
Muchos de mis compañeros de trabajo eran ex-prisioneros políticos, personas desplazadas de sus hogares o forzadas al exilio porque tuvieron la temeridad de pensar distinto que sus gobiernos. Entre quienes visitaban nuestra oficina estaban quienes llegaban a darnos información y quienes intentaban saber qué le había pasado a quienes tuvieron que dejar atrás en sus países. Nunca olvidaré a una víctima de tortura, a un africano no mayor que yo. Había enloquecido tras soportar lo que tuvo que padecer en su país. Temblaba incontrolablemente al hablar ante una cámara de video relatando las brutalidades que le habían hecho. Era un poco más alto que yo y parecía tan frágil como un niño. Me dieron la tarea de acompañarlo hasta la estación del metro y al despedirnos, aquel hombre, con una vida destrozada tan cruelmente, me tomó de la mano con una exquisita cortesía y me deseó un futuro feliz.
A mis 20 años, todos los días de la semana me recordaba a mí misma lo afortunada que era por vivir en un país con un gobierno elegido democráticamente, donde la ley y la justicia son derechos para todos. Todos los días conocía más evidencias de las maldades que unos seres humanos infringen a sus compañeros humanos para ganar o mantener el poder. Comencé a tener pesadillas, literalmente pesadillas, nacidas de las cosas que veía, escuchaba y leía. Pero también aprendí en Amnistía Internacional mucho más de lo que antes había conocido sobre la bondad de la humanidad. Amnistía moviliza a miles de personas que nunca han sido torturadas o encarceladas por sus ideas para que actúen a favor de quienes sí lo han sido. Es el poder de la empatía humana, que conduce a la acción colectiva, salva vidas y libera prisioneros.
La gente común, que tienen su seguridad y su bienestar asegurados, se unen por miles para salvar a personas que no conocen, y a las que nunca conocerán. Mi pequeña participación en ese proceso fue una de las experiencias que más humilde me hizo, una de las más inspiradoras de mi vida.
A diferencia de cualquier otra criatura de este planeta, los humanos podemos aprender y comprender sin tener que experimentar. Podemos pensarnos en las mentes de otras personas, podemos imaginarnos en el lugar de otros. Tenemos ese poder, un poder como la magia ficción que yo he creado en mis libros, y que es moralmente neutral. Podemos usar esa capacidad para manipular y controlar o podemos usarla para comprender y simpatizar. Muchos prefieren no ejercitar nunca su imaginación. Escogen permanecer cómodamente dentro de los límites de su propia experiencia, sin preocuparse por pensar cómo se siente haber nacido siendo otro. Rehúsan escuchar los gritos de los demás o mirar a través de los barrotes. Cierran sus mentes y corazones ante cualquier sufrimiento que no los toque personalmente. Podría estar tentada a envidiar a la gente que puede vivir así, pero creo que ellos no tienen menos pesadillas que yo. Escoger vivir en espacios limitados que conducen a una agorafobia mental, engendra otros terrores. Creo que las personas sin imaginación ven aún más monstruos. Y creo que viven con más miedos. Todavía más: quienes por apatía escogen no simpatizar con los demás son cómplices de los monstruos reales...
Una de las muchas cosas que aprendí al final de mis estudios de Clásicos, en los que me aventuré a los 18 años en búsqueda de algo que no podía definir en aquel momento, fue esto, escrito por el griego Plutarco: “Lo que logramos en nuestro interior cambia la realidad exterior”. Es una frase genial que comprobamos miles de veces cada día de nuestras vidas. Expresa nuestra inevitable conexión con el mundo exterior, el hecho de que sólo por existir tocamos las vidas de otras personas.
¿A cuántos de ustedes, graduandos de Harvard de 2008, les atrae la idea de tocar las vidas de otras personas? La inteligencia que tienen, la capacidad de trabajo que han demostrado, la educación que han recibido y se han ganado, los ha colocado en una situación única y con unas responsabilidades únicas. Hasta su nacionalidad los hace únicos. La gran mayoría de ustedes pertenecen al único superpoder del mundo. El gobierno que voten, la forma en que vivan, las maneras en que protesten, las presiones que ejerzan sobre su gobierno, tendrán un impacto más allá de las fronteras de Estados Unidos. Ése es el privilegio que tienen, ésa es también la carga que llevan sobre sus hombros. Si escogen usar su estatus y su influencia para alzar la voz a favor de quienes no tienen voz, si se identifican no sólo con los poderosos sino con quienes no tienen poder, si conservan la capacidad de imaginarse en las vidas de otras personas que no tuvieron los privilegios que ustedes tienen, entonces no sólo serán el orgullo de sus familias, sino el de miles y millones de personas cuya realidad ustedes habrán ayudado a transformar positivamente. No necesitamos magia para cambiar al mundo, porque ya tenemos el poder que necesitamos dentro de nosotros mismos, tenemos el poder de imaginar lo mejor...
Espero que aunque mañana no recuerden ni una sola palabra de lo que les he dicho hoy, recuerden las palabras de Séneca, otro de aquellos romanos con los que me encontré en mis estudios de los Clásicos. Decía él: “Como un cuento: así es la vida. Lo que importa no es qué tan larga sea, sino qué tan buena es”. Les deseo buenas vidas a todos.
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