Centroamérica
Feminicidio: facetas visibles y oscurecidas
¿Por qué matan a las mujeres? ¿Por qué a las más jóvenes y a las de las clases populares? Desde Guatemala, nos sobran preguntas y aún nos faltan respuestas. Y hoy, cuando estamos aprendiendo de sus muertes, ¿qué sabemos de sus vidas?
Diana García
Aunque hay un debate en marcha y un conjunto de definiciones todavía en construcción, feminicidio” es el vocablo de uso más común en la sociedad guatemalteca para dar nombre a los asesinatos de mujeres. Hace ya cinco años que cada mañana vemos rostros, nombres, historias. Llega la noche, y no terminamos de llenar el silencio. Y seguimos sin conocer los rostros y los nombres de los responsables. Más de mil mujeres han sido violentadas y asesinadas en los últimos cinco años en Guatemala. Y en respuesta, los medios de comunicación y las autoridades nos ofrecen versiones para el consumo, insumos inútiles para explicar el sinsentido de lo que ocurre.
HIPÓTESIS, ARGUMENTOS, RAZONES...De acuerdo con la revista Gobernanza, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha situado a Guatemala a la cabeza de los países con un mayor número de homicidios de mujeres en América Latina. Teniendo ya ese récord, ¿hemos avanzado en nuestra comprensión de lo que está sucediendo? ¿Y en qué medida las estadísticas, los modos de operar que se describen y las hipótesis que se manejan están dando cuenta de lo que acontece? “El fenómeno” -en singular- se describe muchas veces como una “epidemia” que caracteriza a “estas sociedades en descomposición” o socioculturalmente machistas, que han dejado de tolerar que las mujeres “salgan a la calle”. Se nos dice que estas muertes “no son más” que la máxima expresión del uso, costumbre y normalización de la práctica cotidiana de la violencia contra las mujeres. Que el empobrecimiento agudizado en las últimas dos décadas por la aplicación de políticas neoliberales se desahoga en violencia por la frustración acumulada en los sujetos más vulnerables. Que la apropiación del cuerpo de las mujeres forma parte de las lógicas de territorialización de las pandillas o del crimen organizado. O que la postguerra, junto a las prácticas represivas que la acompañan, marcaría las herencias que por mucho tiempo aún acarrearemos. ¿Qué de todos estos argumentos es realmente así?
Sabemos -como muchos análisis lo reflejan- que el contexto que ha posibilitado el incremento de estos crímenes se ha fundamentado en la irresponsabilidad del Estado y del sistema de justicia, al no investigarlos ni sancionarlos. El Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales de Guatemala (ICCPG) nos recuerda que la acción selectiva y criminalizante del poder punitivo del Estado no puede ni debiera considerarse como la institución encargada del combate y erradicación de la violencia.
A la par, la corrupción, la impunidad y las redes delictivas incrustadas en las fuerzas de seguridad del Estado han sido también ampliamente señaladas por diversos sectores. Y las instancias sociales más cercanas al quehacer del sistema de justicia han denunciado y propuesto un sinnúmero de alternativas ante la crisis del sistema de justicia penal, asociada tanto a la crisis de la Policía Nacional como al colapso del sistema carcelario.
El movimiento de mujeres también ha evidenciado en innumerables ocasiones la serie de trabas y vacíos que la legislación actual interpone aún para la persecución penal de los hechos de violencia contra las mujeres, legitimando así las prerrogativas del poder masculino en la sociedad guatemalteca. Se ha demostrado cómo las que podrían simplemente considerarse como “malas prácticas del sistema de justicia” son más bien formas de victimización secundaria y de “disciplinamiento” de lo femenino.
Los principales aportes de las mujeres organizadas, además de demandar la visibilización de la problemática y respuestas coherentes del Estado, son los esfuerzos que desde hace más de tres décadas realizan para develar los contenidos ideológicos con los que el patriarcado institucionaliza, legitima, justifica y naturaliza los actos de violencia contra las mujeres.
Habiendo contribuido que la sociedad tome conciencia de que los sistemas de registro e información oficial no llegan a reflejar las dimensiones ni la magnitud de estos crímenes, la mayoría de los medios de comunicación continúan haciendo un uso poco responsable de la información. La saturación de determinados mensajes, y el manejo que muchas veces dan a los datos, no sólo han elevado la percepción de inseguridad y vulnerabilidad entre las mujeres, sino que han alimentado el grado de generalización, confusión y simplificación sobre una realidad social muy compleja.
Nuestras carencias se nutren también de esfuerzos investigativos y analíticos de carácter multidisciplinario y multisectorial que nos permiten identificar con más claridad tanto a los diferentes actores, como los distintos niveles de responsabilidad con los que cada uno de ellos y nosotros participamos.
UNA CLAVE: LA NIÑEZ Y LA ADOLESCENCIA Enfrentamos la necesidad de desenmascarar las facetas históricas, políticas, sociales y culturales -también las económicas- que a nivel local, regional y global puedan estar operando. Llegar a conocer los rostros y los nombres de los responsables demanda nuestra capacidad de construir perspectivas que no se excluyan entre sí. Pero atrevernos a interpretar este sufrimiento social que ahora compartimos -no sólo para sobrevivirlo sino para erradicarlo- no pasará sólo por la realización de esfuerzos concentrados y coordinadamente sistemáticos a todo nivel. Un desafío así requerirá que las mujeres estemos dispuestas a sumergirnos en las etapas en las que se han entrañado nuestros miedos y se nos han encarnado los silencios.
La niñez, la adolescencia y la juventud de las mujeres tienen mucho que ver con los roles de género con que nos construimos, que después nos negamos a seguir aceptando por habernos sido tan arbitrariamente asignados desde pequeñas.
Pero, ¿qué tiene que ver la niñez y la adolescencia con el feminicidio? Desde el año 2000 las cifras de muertes violentas de mujeres no han dejado de crecer en Guatemala. El pico máximo se puso de manifiesto en 2004 con la muerte de 527 mujeres. El Instituto Nacional de Estadística (INE) da cuenta que en 2000-2004 el total de mujeres asesinadas fue de 1,501. Al incluir los primeros cinco meses del 2005, el Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM) reporta que las víctimas suman ya los 1,882 casos.
Establecer los móviles que estuvieron detrás es complicado, ya que al menos el 40% de los casos han sido archivados y no llegaron a ser objeto de investigación. Y así, los indicadores siguen siendo descriptivos. De acuerdo con el INE, en 2002 el 27.6% de las víctimas registradas fueron niñas y adolescentes menores de 18 años y el 42.6% tenía menos de 29 años de edad. Un año más tarde, el 23.2% de las muertes correspondieron a mujeres menores de 18 años y el 33.7% a mujeres de menos de 30. De acuerdo a la Procuraduría de Derechos Humanos, en 2003 el 56.9% de las muertas con violencia fueron niñas, adolescentes y jóvenes menores de 30 años.
De acuerdo con el informe de 2004 Situación de la niñez en Guatemala, de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHAG), las fuentes hemerográficas registraron 108 muertes violentas de mujeres menores en 2002 y llegaron a 256 en 2004. La Policía Nacional Civil (PNC) reportó un total de 1,400 asesinatos de menores en sólo tres años a nivel nacional. El Organismo Judicial dio cuenta de 862 homicidios de menores en dos años sólo en el departamento de Guatemala.
CADA VEZ MÁS EXPECTATIVAS
Y CADA VEZ MENOS OPORTUNIDADESEstá claro que los registros de las distintas fuentes se intersectan y que la realidad que estamos experimentando es tan dura como compleja. ¿Quizá, de formas menos visibles, también la niñez y la juventud estarán siendo abatidas por la irresponsabilidad del Estado y una alta “tolerancia” social ante niveles tan indiscriminados de violencia? ¿Podrían estas muertes violentas de menores entrar en lo que podemos definir como feminicidio? ¿Existen relaciones de poder entre los géneros o intra-género que las podrían estar “justificando”? ¿Contamos con las evidencias suficientes para descartar esa posibilidad?
El patriarcado, como una forma de ejercer el poder y de someter simbólica, física y materialmente a las mujeres para garantizar su reproducción, no podría restringir su dominio sólo a esa “otra” biológicamente diferente y generacionalmente semejante. Para poder seguir existiendo el poder patriarcal busca incansablemente controlar y gobernar las energías, los tiempos, los espacios, los significados y las maneras permitidas del ser de las mujeres. También el de las niñas y el de las adolescentes y también el de los hombres de las nuevas generaciones.
Aún no contamos con suficientes investigaciones sobre el feminicidio en Guatemala, pero los distintos informes hasta ahora trabajados coinciden en que la mayoría de víctimas son mujeres jóvenes, que provienen de las clases populares, cada vez más empobrecidas. De los barrios, colonias y asentamientos de una ciudad, en la que mientras las expectativas y los espacios imaginarios tienden cada vez más, a expandirse, los espacios de vida y de seguridad se han restringido hasta llegar en muchos casos a desaparecer, como señala la historiadora Deborah Levenson.
Diferentes trabajos muestran que sin que la problemática haya dejado de afectar a las áreas rurales, su expresión más aguda se pone de manifiesto en las zonas urbanas, mal denominadas “rojas”; y que la versión más fácil de asumir, simple y hasta funcional a múltiples intereses, es la que pasa por atribuirle una mayor carga de responsabilidad a una juventud sistémicamente “restringida”, que nace fuertemente condicionada y a la que se le ha ido “criminalizando” cada vez más -como acción, no únicamente como reacción ni representación- a través de maras y pandillas.
Quizá la juventud tenga tanto que ver con nosotras, como nos atrevamos a pensar, corriendo el riesgo que posibilite el encuentro de lo común y lo diferente de nuestras identidades. Tanto como queramos unificar criterios y evitar la fragmentación de nuestros esfuerzos. Tanto como nos decidamos a tomar distancia de la estigmatización, criminalización y represión con que se está marcando a las nuevas generaciones.
¿UN PROBLEMA SÓLO DE LAS MUJERES?¿Es el feminicidio un asunto sólo de las mujeres? Es increíble, pero a veces así lo pareciera. Lo parece cuando las instituciones consideran la violencia sexual ejercida contra las mujeres como un exceso normalizado del delito de homicidio. Cuando su cuerpo es cosificado por el sistema de justicia al permanecer la alternativa de la indemnización económica a las sobrevivientes de delitos sexuales como una medida sustitutiva de la persecución penal. Cuando esta indemnización se equipara con la reparación propia de otros delitos “menores”. Cuando los delitos de violencia sexual no son considerados por el Código Penal como de interés público y continúan siendo entendidos como propios de la esfera privada o no llegan a ser social ni jurídicamente definidos como una fuente de amenaza de la convivencia ni de la seguridad ciudadana.
El feminicidio pareciera ser un problema de las mujeres cuando el Poder Legislativo continúa impunemente sin dar respuesta a las demandas de las organizaciones feministas por tipificar el delito de la violencia intrafamiliar y el acoso sexual, o cuando las postergadas reformas al Código Penal -que incluyen la desaparición de figuras jurídicas como el rapto propio o impropio- continúan legitimando desde el Estado la violación de los derechos humanos de las mujeres. Esta posición sistemática del Estado para mantener la “permisividad” en el carácter de la justicia asociada a la violencia física y sexual encuentran suficiente apoyo en la racionalidad económica y política vinculada al auge de la mercantilización de los cuerpos de las mujeres, niñas, niños y adolescentes, y en el cada vez más acelerado incremento de las ganancias de la industria pornográfica y el turismo sexual Norte-Sur.
LOS LIDERAZGOS MASCULINOS
DEL MOVIMIENTO SOCIAL NO LAS ACOMPAÑANPareciera también el feminicidio un problema que sólo incumbe a las mujeres cuando siguen siendo las expresiones de mujeres organizadas, como la Red de la No-Violencia contra las Mujeres, la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas, Tierra Viva o el Sector de Mujeres, entre muchas otras, las que después de tantos años continúan realizando esfuerzos para construir convergencias con el movimiento de la niñez y la juventud y no terminan de verse ni sentirse acompañadas por otras expresiones del movimiento social en su conjunto.
La falta de apropiación de las demandas de las mujeres por el movimiento sindical, campesino, indígena o de derechos humanos no sólo refleja cómo los liderazgos masculinos que caracterizan a estos grupos aún no han avanzado en su nivel de conciencia mucho más allá de lo que la gestión desarrollista de recursos vinculada a la denominada “perspectiva de género” exige, sino que han pasado por alto que la transformación de la sociedad guatemalteca no será posible sin dar pasos contundentes para resquebrajar los múltiples y polifacéticos nodos que fundamentan las jerarquías del orden patriarcal.
Cuando el feminicidio es entendido como un problema de las mujeres se alimentan los argumentos que son utilizados para minimizar y deslegitimar sus luchas.
EL MISMO CRIMEN, DIVERSAS REALIDADES¿De cuál feminicidio hablamos? Con unos veinte años desde que el término generocidio fuera acuñado por Anne Warren, en Guatemala es reciente una socialización más amplia de la discusión relacionada con la pertinencia o no del término femicidio o feminicidio.
Resulta necesario recuperar el significado del “generocidio” y considerar la importancia que ha tenido evitar la neutralidad de género. ¿Exterminio de personas a partir de su sexo? ¿Muerte por razones de género? ¿Asesinato por odio a las mujeres hecho por hombres? ¿Homicidio de mujeres como una forma extrema de la violencia contra las mujeres?
Ha sido preciso explicitar la diversidad de realidades en las que estos crímenes pueden darse para incluir categorías como las del “feminicidio íntimo” y “no íntimo” desarrolladas a partir del tipo de relación entre la víctima y el victimario; las de “feminicidio accidental” o “por conexión” -asociada a la defensa de alguien más-, haciendo alusión a la pluralidad de circunstancias bajo las que las muertes pueden darse. O las de un feminicidio en el que la violencia sexual puede o no estar presente, como un indicador asociado al tipo de relaciones de poder que intervienen. Todas estas caracterizaciones han sido avances fundamentales, abriendo el camino para una serie de consideraciones aún por desarrollar.
Sin lugar a dudas la diferenciación entre genocidio y la realización de actos genocidas establecida dentro del marco jurídico internacional puede aportamos elementos importantes. La concepción de un feminicidio que no se restrinja a la eliminación física de las mujeres; el reconocimiento de la existencia de una diversidad de preferencias sexuales que tensan el poder del patriarcado y no se limitan a la dicotomía biológica de los sexos en su papel de víctima ni de victimario; el significado de las formas explícitas de la misoginia, en tanto que manifestaciones inconscientes de una subjetividad colectiva que inferioriza a las mujeres pueden ser igualmente contundentes. Y como Martín-Baró señala, es necesario considerar también el carácter terminal, pero también instrumental que el ejercicio de la violencia puede llegar a tener de acuerdo a las circunstancia del contexto que lo hace posible.
CIFRAS EUROPEAS,
LATINOAMERICANAS, CENTROAMERICANASEn el año 2003, el Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia publicó datos del año 2000 sobre la incidencia del “femicidio” en Europa. El informe mostró cómo países como Alemania, Rumania, el Reino Unido, Polonia, España e Italia encabezan la lista con el mayor número de homicidios contra mujeres, con cantidades que van de las 437 a las 186 víctimas anuales. La prevalencia de asesinatos por cada millón de mujeres reposiciona en la lista a países como Estonia, Rumania, Suiza, Finlandia e Islandia, que oscilan entre las 47 y las 14 muertes violentas. Así, el feminicidio o femicidio no es ajeno al mundo y ha sido constatado en diversas sociedades.
Desde una perspectiva latinoamericana analizada por la CIDH, la revista Gobernanza da cuenta que, tras Guatemala, con una tasa de 69.98 crímenes por cada 100 mil habitantes, continuaba Colombia con 65, Venezuela con 33, Brasil con 25 y México con 12.5.
Junto a las altas tasas de prevalencia, es importante notar que no se cuenta con suficiente información para plantear un aumento en el número de muertes violentas sin descartar el papel que juegan las variaciones debidas a la calidad de los registros, que en períodos tan cortos de tiempo tampoco son un factor suficiente para justificar las brechas que, por ejemplo en España, se están observando. A nivel centroamericano, mientras en el año 2000 se reportaron en Honduras 21 casos, en el 2002 el número había aumentado a 70. En Guatemala, las cifras han crecido de acuerdo al INE en un 112% entre 2000 y 2004.
¿COINCIDEN NUESTRAS REALIDADES?Teniendo en común una serie de desafíos a enfrentar, pareciera también necesario preguntarnos: ¿En qué medida nuestras realidades son coincidentes? ¿Hasta qué punto la razón patriarcal que se comparte encuentra los mismos canales para expresar su dominio y manifestarse? ¿Cuáles son esas facetas visibles y visibilizadas, también ocultas y oscurecidas, del feminicidio en Guatemala?
Retomando de nuevo el caso de España, las fuentes suelen reportar como femicidios los asesinatos ocurridos en “el ámbito de pareja (actual o anterior)”. Allá, la casi totalidad de las víctimas estaban comprendidas entre los 21 y los 40 años de edad.
De acuerdo con un estudio realizado por Ana Carcedo y Monserrat Sagot, abarcando la década de los 90 en Costa Rica, murieron un promedio de 31 mujeres por año y el 61% de los casos se dio en el seno de las relaciones de pareja. En El Salvador, de las 134 mujeres asesinadas en 2000-2001 según CEMUJER -citado por Isis Internacional- el 98.3% murieron en el marco de las relaciones de pareja. Un estudio realizado por PROFAMILIA en la República Dominicana muestra la misma tendencia: la mayor proporción de víctimas murió en el marco de las relaciones de poder establecidas con sus parejas o ex-parejas, y resultó asesinada, sobre todo, con arma blanca y sin señales de tortura. Los agresores tenían en su mayoría antecedentes judiciales previos, estaban en buena medida desempleados y cometieron suicidio luego de matar a sus víctimas.
GUATEMALA: INEFICACIA, IMPUNIDAD
Y MUCHAS PREGUNTAS PENDIENTESEn el caso de Guatemala, la falta de responsabilidad estatal para asumir la investigación y la persecución penal de los responsables no nos permite llegar todavía a conclusiones. De acuerdo con Claudia Paz, del ICCPG, de los 527 casos registrados por la PNC en el 2004, únicamente dos fueron llevados a debate por el Ministerio Público, lo que pone en evidencia el alto grado de inefectividad del sistema de justicia y la impunidad prevaleciente. Existen también serios problemas para definir una tipología coherente, capaz de dar verdadera cuenta a nivel institucional de los móviles de los homicidios. La alta incompatibilidad entre las instituciones que existen, construidas por diferentes instancias del Estado, sólo suma dificultades para llegar a comprender mejor esta problemática.
Un ejemplo claro se encuentra en la referencia del informe Homicidios de mujeres 2003-2004 del Servicio de Investigación Criminal de la PNC para la ciudad capital. En él se indica que, de acuerdo al análisis de los casos de los que tuvo conocimiento, un 21% corresponde a homicidios cuyo origen proviene de los problemas entre maras y otro 21% a problemas personales, un 17% corresponde a homicidios por problemas pasionales, 10% cuyo móvil es el robo, un 9% se deriva de problemas del narcotráfico, un 5% por violación, un 4% se debe a balas perdidas, el restante 13% comprende a suicidios, robo de vehículos, violencia intrafamiliar y móvil ignorado. En una investigación especial sobre la muerte violenta de mujeres realizada en el 2003, la Procuraduría de Derechos Humanos clasificó los casos como: muertes por delincuencia, por mara, con características extrajudiciales o de “limpieza social”, con características sicópatas, con características maníacas -en las que hubo abuso y/o violación sexual- y muerte por negligencia o accidente.
En otros países de la región, ¿cómo se llegó a establecer la caracterización y los móviles del feminicidio? Resulta innegable que en Guatemala precisar los términos y las categorías, y sobre todo los marcos de interpretación necesarios para comprender requerirá de un esfuerzo decidido para asumir desde nuestras particularidades históricas, económicas y sociopolíticas la compleja manera en que estos delitos contra la vida están ocurriendo.
¿Opera igual el patriarcado en el caso de las muertes violentas de mujeres en el contexto de relaciones de pareja, que en el de la territorialidad asumida por las pandillas? ¿Se expresará de la misma manera en el control del espacio que el narcotráfico y el crimen organizado necesitan mantener para garantizar sus ganancias, que en la mal llamada “limpieza social”? ¿Trabaja bajo las mismas lógicas cuando se crean las condiciones para desmovilizar y paralizar cualquier posibilidad de protesta social, que cuando se refleja de manera sistémica en las reacciones socioculturales de la vida cotidiana? ¿Se alimenta de los mismos esquemas y mecanismos cuando expresa la frustración de una fuerza laboral masculina progresivamente marginalizada, que cuando revela el aprendizaje social del ejercicio de la violencia por parte de las nuevas generaciones? ¿Cómo y quiénes operan con una lógica patriarcal cuando la violencia política busca invisibilizarse o cuando se ponen al descubierto las prácticas de sujetos entrenados durante años para el exterminio?
¿LAS MARAS O EL CRIMEN ORGANIZADO?Antes en los barrios se escuchaba de la muerte de mujeres por sus maridos o por la violencia delincuencial, pero no de la manera en que se habla ahora. Desde el sentir, pensar y acompañar a jóvenes y adolescentes de los barrios y colonias, y como protagonista de múltiples intentos de cambio desde hace muchos años, José hace así una de las lecturas más frecuentes de un problema que desde que recuerda estuvo ahí. Sólo un momento después nos hace ver que de eso no hablaban los periódicos.
¿Qué ha cambiado? ¿Por qué hoy son más estas muertes? ¿Por qué ellas? ¿Por qué con tanta saña? Éstas, entre otras, son algunas de las preguntas que nos deja sin responder uno de los informes más valiosos realizados hasta la fecha con relación al feminicidio en Guatemala. En el trabajo, realizado por Myra Muralles y Violeta Lacayo en el 2005 para la bancada parlamentaria de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), se analiza una diversidad de actores, intereses, lógicas y posiciones desde los que se puede estar dando la muerte violenta de mujeres.
El informe da cuenta de cómo mientras la Policía Nacional enfatiza la responsabilidad de las maras y pandillas juveniles, tal y como se puede constatar en la prensa escrita, el Procurador Sergio Morales considera más bien la hipótesis de que los asesinatos respondan a una cuidadosa planificación propia más de las estructuras y modos de accionar del narcotráfico y el crimen organizado que de las maras juveniles. Esto coincidiría con los análisis realizados para otros contextos con relación a la violencia, en los que se destaca el papel que juegan el crimen organizado, el narcotráfico y el tráfico de armas en el control de cada vez más parcelas del territorio urbano y en el aumento de las acciones violentas.
Desde la PDH se enfatiza la importancia de llegar a desarticular los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad que se han incrustado también en el Estado. Es aquí donde comienza a marcarse una de las fronteras entre las responsabilidades materiales e intelectuales de los delitos, ya que mientras puede reconocerse -a partir de la descripción de los hechos- que las maras participan en la ejecución de una serie de asesinatos, no siempre responden éstos a sus lógicas internas, llegando a funcionar muchas veces de manera articulada, pero también instrumental con relación a otros actores e intereses.
LA SEGURIDAD NACIONAL
Y LA PRIVATIZACIÓN DE LA SEGURIDADDe acuerdo a la Red de la No-Violencia contra las Mujeres, la violencia de las pandillas está asociada a la pertenencia de algún miembro de la familia a sus estructuras a través de diferentes lógicas: de la venganza, del ajuste de cuentas o del establecimiento de nuevos grados de poder entre los distintos grupos. También puede deberse esta violencia a las relaciones de pareja o de ex-pareja que las y los jóvenes establecen. Otras fuentes han reportado la muerte de mujeres por haber sido testigas de determinados delitos y aún no haber aprendido a callar para poder sobrevivir.
Pero cada uno de estos mecanismos no son exclusivos de las maras. Ni siquiera la famosa “territorialización” de los espacios. Y también hay que considerar en el análisis del aumento acelerado de la violencia el hecho, no poco trascendente, que desde mediados de los años 90 las maras “locales” fueran progresivamente desplazadas por las “maras transnacionales”, como lo ha registrado Gabriela Escobar.
Mientras que la presencia de maras data de varias décadas atrás, el Ministerio de Gobernación ha llegado a calificarlas recientemente como un problema de “seguridad nacional”. Esto, junto a su expansión regional, al énfasis que el gobierno norteamericano ha puesto sobre su “control”, y a la realización de una serie de eventos -como la reciente Conferencia de las Fuerzas Armadas Centroamericanas en la que los desastres, el mantenimiento de la paz y el terrorismo sientan las supuestas bases para la conformación de una fuerza militar para el istmo- van justificando socialmente las medidas de militarización de la región.
Pero las tesis sobre la desestabilización del “Estado de derecho”, la creación de un clima de inseguridad y hasta de terror en la ciudadanía, pasa también por múltiples intereses. Uno de ellos -la privatización de la seguridad- ha sido visibilizado por la misión de la ONU en Guatemala (MINUGUA) y por la URNG. Las empresas de seguridad privada, con mayor cantidad de equipo y armamento, un número más elevado de agentes y una mayor capacidad para controlar la información en diversas zonas del país que la PNC, generan una gran cantidad de ganancias a sus propietarios, los que en buena medida son ex-militares, ex-policías o empresarios de origen israelí. Aunque en buena parte de los casos operan de manera ilegal, estas empresas llegaron a triplicarse en número entre 1996 y el año 2001.
EL MIEDO, LA INSEGURIDAD Y EL AMARILLISMODe esta industria del miedo, la inseguridad y el amarillismo han participado también los medios de comunicación. Sin duda, las cifras del feminicidio han aumentado en el país y también el grado de la violencia ejercida. Distintos informes registran que en un 20-25% de los casos hubo señales de tortura, mutilación, estrangulamiento u otras formas de violencia extrema. El informe de la URNG señala que en un 28% de los casos se dio la violencia sexual.
En medio de la diversidad de intereses y de actores, la prensa nacional e internacional suele muchas veces recurrir a las versiones más descriptivas, generalizándolas de manera cotidiana. Esta generación del miedo y del temor a través de distintas fuentes, va condicionando una conducta de inhibición y de desmovilización de las acciones comunitarias, va restringiendo cada vez más los espacios de encuentro de lo colectivo. En sintonía con esto, Muralles y Lacayo destacan la posibilidad de que ante el empobrecimiento y falta de perspectivas socioeconómicas para las clases populares, sin que los organismos de seguridad se desgasten, el sistema fomenta y permite mecanismos de autoeliminación de la población a la cual considera desechable y potencial gestora de reacciones o movimientos sociales de protesta.
Desde una lectura de los costos y de la magnitud de la violencia, uno de los centros de investigación guatemaltecos de corte neoliberal bajo el auspicio del Banco Mundial constataba en 2002 que la pobreza era una condición insuficiente para explicar la generación de la violencia. Y apuntaba a esta pista: Más que observarse que individuos pobres ataquen a otros que cuentan con un mayor nivel socioeconómico, lo que puede observarse son jóvenes de escasos recursos “matándose entre sí”.
¿DÓNDE ESTÁN LOS QUE MATARON?Otra aproximación nos la da nuestra realidad nacional. Para una sociedad como la guatemalteca, la postguerra no es solamente un discurso ni los actores que a distintos niveles perpetraron las acciones genocidas más sangrientas en contra de la población han desaparecido. Se han transformado, han adquirido nuevos intereses y ocupado otras posiciones. Y la falta de justicia penal que desde el Estado se deja impunemente de aplicar va configurando en el imaginario social la idea de que “lo que fue es posible”, delineando pausadamente nuevas rutas para su reproducción. ¿Dónde están, qué hacen y en qué trabajan tantos hombres entrenados para ejercer la violencia extrema? Una reciente tesis sobre enfrentamientos y violencia juveniles en la ciudad de Guatemala ha comenzado ya a dar cuenta de dónde han estado y de cómo han aprendido sus hijos…
La PDH también ha denunciado ante el Ministerio Público la participación de 23 agentes de la PNC como sospechosos de participar en los crímenes contra mujeres. La intensa violencia sexual ejercida en las Comisarías de la PNC contra las mujeres detenidas, y las prácticas de tortura realizadas por el Servicio de Investigación Criminal denunciadas recientemente en un estudio sin publicar del ICCPG, muestran cómo las fuerzas de seguridad del Estado no han logrado aún reconvertirse y son también responsables que necesitan ser investigados y enjuiciados.
Entre tanto, la violencia delincuencial ni la violencia conyugal han sido ni son “noticia”. De ahí, que a pesar de que tanto la PNC como la PDH les atribuyen un peso significativo, sus lógicas son menos visibilizadas, se normalizan, y ocupan menores esfuerzos de análisis, cuando muchas veces requieren de procesos más prolongados y elaborados para llegar a comprender las múltiples dimensiones de su significado, más allá de la expresión visceral de un odio misógino. En las intervenciones comunitarias, la constatación de este tipo de crímenes y su denuncia representan un riesgo elevado.
¿ESTÁ LA “HOMBRÍA” EN CRISIS?Desde este tipo de lecturas, Manuela Camus sugiere revisar las contradicciones generadas por los cambios en la configuración de la familia y en la representación simbólica de sus miembros frente a las presiones que el modelo de sociedad existente y el discurso que se propone producen sobre los sujetos. Plantea revisar los recursos con los que mujeres y hombres cuentan para enfrentar las transformaciones del modelo de mujer, madre, esposa y servidora y hombre trabajador y servido en los contextos de precariedad económica y violencia social que actualmente prevalecen.
También plantea explorar la manera en que la frustración masculina y “la hombría” podrían estarse viviendo ante la generación de ingresos autónomos por parte de las mujeres, a la vez que se refuerza su sobreexplotación.
¿Cómo la violencia podría estar garantizando el control de la mano de obra gratuita en los espacios domésticos y productivos? ¿Cómo la violencia garantizaría los beneficios producidos por el trabajo asalariado o informal de las mujeres? Son también preguntas que necesitamos respondernos. En 2004 ya Clara Jusidman señalaba cómo la expulsión de las mujeres pobres hacia un mercado laboral que les ofrece mayores grados de libertad, pero agudiza su tensión y sufrimiento, se ve acompañada de la falta de co-responsabilidad en las tareas del hogar por parte de los hombres. Esto tiene consecuencias intergeneracionales que deben ser analizadas para mejor comprender el auge de la violencia.
SI NO HACEMOS ALGO...El incalculable valor de sus ausencias, duelos y vidas no realizadas merecen todos nuestros esfuerzos de análisis y de acción. Identificar a los responsables es sin duda uno de los más certeros esfuerzos. Y hoy cuando estamos aprendiendo tanto de sus muertes. ¿qué sabemos de sus vidas?
Esta pregunta me acompañó durante un trabajo de investigación de dos meses, acercándome a cómo las jóvenes y los jóvenes de áreas urbanas marginalizadas, víctimas potenciales y cotidianas, experimentan y viven la cristalización de tantas formas de violencia. Sentí un unísono que terminará ensordeciéndonos si no hacemos algo.
Los resultados de cerca de diez entrevistas y nueve grupos focales sobre la vida cotidiana de jóvenes y adolescentes, sus voces y deseos de expresar, pero también de callar, son parte de un segundo momento de esta reflexión. Continuaremos.
ANTROPÓLOGA Y SICÓLOGA SOCIAL. ACTIVISTA DEL MOVIMIENTO DE MUJERES DEL CAMPO.
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