Nicaragua
Centroamérica llora
Durante días no paró de llover. Y hasta hoy no hemos parado de llorar. Cuando estábamos cerrando este número de Envío, octubre nos trajo días de diluvios interminables provocados por la conjunción de varias ondas tropicales con los efectos
del huracán Stan.
Equipo Envío
Crecieron los ríos, cayeron puentes, se desplomaron cerros, se cortaron carreteras, fallaron los drenajes urbanos, se inundaron barrios y comarcas, se perdieron áreas cultivadas, los árboles se rindieron desde sus raíces
y los cauces de los ríos desbordados anegaron y destruyeron las casas de los más pobres.
Centenares de miles lo perdieron todo. Y todos hemos perdido a muchísimos mexicanos y centroamericanos, hombres, mujeres, ancianos, niñas y niños que querían vivir. A centenares de guatemaltecos sepultados bajo el lodo,
borradas del mapa sus aldeas. Cuando escribimos, no están contabilizados todos. Nunca lo estarán.
Los efectos han sido devastadores, desde las tierras del sur de México -donde estuvieron las fronteras mayas de nuestra
Mesoamérica- hasta el Occidente de Nicaragua. En El Salvador y en Guatemala los desastres superan a los que,
hace siete años, nos causó el terrible huracán Mitch. Los efectos se prolongarán en el tiempo con enfermedades,
traumas emocionales y mayor empobrecimiento.
No es éste un destino fatal que escribe una Naturaleza despiadada y cruel. Mucho menos es un desastre querido por Dios para castigarnos o para ponernos a prueba. Dios no es un verdugo, es Madre y es Padre. Y somos nosotros quienes,
con nuestras manos, con buena o mala letra, escribimos el libreto de nuestras vidas, nuestro destino. Lo ocurrido es, ciertamente, un desastre natural, porque somos partes de la Naturaleza, con capacidad de cuidarla o de dañarla.
Con capacidad ella de responder a nuestros agravios o a nuestra compasión.
Lo que hemos visto ahora es, sobre todo, un desastre socialmente provocado. Nuevamente queda al desnudo la vulnerabilidad de nuestros países, lo que ha hecho de ellos una clase política insensible, indolente, irresponsable y carente de previsión. El caótico ordenamiento territorial, la deforestación en función del tráfico maderero o de carreteras al servicio de proyectos transnacionales, la construcción de áreas comerciales a expensas de los espacios verdes, la falta de inversión social y de planificación en las zonas donde los más pobres se apiñan en inseguros guettos, el cortoplacismo desbocado y la voracidad del capital, hacen más trágicas las consecuencias de las lluvias y de los vientos. Esto es un desastre humano, en el que los humanos con más poder tienen la mayor responsabilidad. Esto es un desastre social resultado del desprecio por la vida de los más pobres y del aprecio desmedido por el dinero, esencia del modelo económico y de la filosofía de los grupos dominantes en nuestra región.
Junto a las orillas del lago Atitlán, uno de los rincones más fascinantes de Centroamérica, donde la belleza duele de tan intensa, uno de los puntos donde la tragedia ha sido mayor y duele más, nos sentamos a llorar por vos, Centroamérica. Y nos comprometemos a secarnos las lágrimas para seguir luchando, con ideas y con palabras, por hacer de nuestras naciones sociedades más amigas de la Naturaleza, más socialmente justas y más humanamente felices.
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