América Latina
Mujeres: de la feminización de la pobreza al protagonismo político
La profunda crisis argentina
ha puesto de manifiesto un giro, que es un avance
en la histórica lucha de las mujeres.
Y hay señales de que lo sucedido en Argentina
empieza ya a ocurrir por toda América Latina.
Olga Viglieca
Isabel es una mujer argentina de Salta. Isabel se levantaba a la mañana tempranísimo, despertaba a los chicos, se iba a la fábrica. Después, cuando volvía a su casa, se sentaba en la singer a coser, coser, coser. “Los fines de semana eran mi alegría –dice-. Yo les decía: Hijos, ¿qué quieren comer? ¡Hoy cocina la madre!”.
A Isabel le encantaba preguntarles qué vas a ser cuándo seas grande: aunque abriera la cajita de los sueños, ella creía que su pregunta era realista. Ahora, cuando lo cuenta, la boca se le llena de sal. El mayor terminó la secundaria, el segundo casi casi, con los otros cuatro no hubo manera. Hoy ninguno tiene trabajo y dos ya la hicieron abuela: sus habilidades de costurera no le alcanzaron para que hubiera vestido blanco en la boda. El más chico, dice Isabel, plegando la boca de labios finos hasta que son una rayita pálida, quería estudiar informática: “Pero en nuestros barrios no se enseña informática, no hay computadoras y yo no tengo para el boleto, para que él vaya a otros lados”.
Isabel pensó que ya aparecería algo cuando cerró la fábrica, que había que aguantar. Pero comenzó a angustiarse cuando sus clientas, una a una, dejaron de encargarle vestidos. Cuando ella, una mujer que se considera moderna, se encontró amasando pan y pizzas por razones de ahorro. El día que faltó la comida en su casa lloró con desconsuelo pero a escondidas. Acababa de perder su orgullo, su galardón: “Yo crié a mis hijos sola y nunca les faltó nada”. Dos meses después, se sumó al corte de ruta de su barrio y empezó a escribir, parsimoniosa, con marcador negro, el ala del gorrito de lona que ahora usa, señal de su pertenencia al Polo Obrero.
MUJERES JEFAS DE HOGAR: ¿QUÉ SIGNIFICA ESA JEFATURA?Isabel forma parte de un colectivo de 2.7 millones de mujeres que son jefas de hogar en Argentina. Con criterio de estadígrafo, son las que traen el ingreso más importante a la casa, haya o no un hombre en ella. Aunque este número, a Isabel, ni la sorprende ni le dice nada: “En los barrios las mujeres siempre somos jefas de hogar, porque muchos hombres se van, se aburren y una queda con los chicos, a pelearla como pueda”.
Más allá de las impresiones, las estadísticas cantan que el índice de jefaturas de hogar femeninas va subiendo al ritmo de la crisis. En 1960 era del 15.3%. En 1991, del 22.4%. La crisis del tequila en el 95 llevó el índice al 26%. Hoy ya es del 28.8%. Estos indicadores dan un mentís amargo a la idea de que el avance de la mujer como sostén de familia se vincula con progresos sociales y culturales, y más bien atan este protagonismo pírrico a la profundización de la miseria, a la expulsión masiva de hombres y mujeres del mercado de trabajo. Desmienten también la idea de que las mujeres parecen más versátiles a la hora de encontrar el oficio de moda en la Argentina: “lo que sea”.
La idea de que todo hogar se organiza a partir de una jefatura muestra que la concepción de la familia como una institución escalafonaria, jerárquica, permanece impermeable a los cambios culturales y sociales. Y para los especialistas, esta jefatura se sostiene en metálico. El jefe o la jefa de hogar son tales porque traen al hogar los mayores ingresos.
Sin embargo, en la estructura familiar, el peso de la cultura relativiza el poder del dinero. Tal vez hoy la cosa sea más descarnada y pocos sientan como un pecado personal, una falla íntima, no tener empleo. Pero hasta el Censo del 90 muchas familias disimulaban frente al censista que ellas eran las que ganaban más. En una familia en la que convivía la pareja de ancianos, la hija separada y los nietos, difícilmente alguien se atrevía a birlarle al hombre la jefatura de hogar sólo porque había caído en la desgracia de estar jubilado. En la familia, ser quien más gana no siempre implica ser quien toma las decisiones.
La jefatura femenina surge en la estadística como un fenómeno claramente urbano: en la ciudad de Buenos Aires, sobre 3.6 millones de jefes de hogar, un millón son mujeres (34.4%), un indicador semejante se ve en Córdoba, La Plata y Santa Fe. Seguramente incide en esto el índice de separaciones y divorcios y también que la expectativa de vida femenina es más alta (77 años) que la masculina (70 años).
LA POBREZA TIENE CARA DE MUJERAlguna vez, la feminista anarquista Emma Goldman dijo: “La mujer es el obrero del obrero”, aludiendo a la doble explotación que viven las mujeres por referencia a sus hermanos de clase. Emma Goldman se refería a las exigencias de la maternidad y del trabajo doméstico, aportes visibles -invisibilizados- de la mujer a la economía, aunque sin ellos el costo de la producción de la fuerza de trabajo sería mucho más alto.
En las últimas décadas, la idea de la doble jornada (la doméstica y el trabajo remunerado) se asoció a otro concepto: el de la feminización de la pobreza que exhibe las siguentes características:
- La mayor parte de los pobres del mundo son mujeres. Esto es tan verdad en los países del Tercer Mundo como en los países centrales.
- Incluso en las familias que están por encima de los índices de pobreza, la renta no se distribuye de manera igualitaria entre hombres y mujeres, ni entre niños y niñas.
- Una serie de estudios demuestran que, en términos económicos, el matrimonio empobrece a las mujeres y enriquece
-es un decir- a los hombres.
- Los hogares que son sostenidos sólo por mujeres son los más vulnerables.
Las mujeres se enfrentan a una situación doblemente desfavorable: han perdido la seguridad del matrimonio tradicional de las épocas de pleno empleo, donde el hombre era el proveedor, pero siguen siendo las más desocupadas (20.1% de la mujeres activas en la Argentina), las que reciben peores salarios y las que encuentran los trabajos más precarios: tareas domésticas, sanitarias, educativas o en la deteriorada administración pública.
Las mujeres empleadas en el servicio doméstico rondan el millón. Además, las de menores recursos deben trabajar desde muy jóvenes, son las que más hijos tienen, las que menos ganan y las que más tarde se retiran del mercado laboral. Los hogares más pobres entre los pobres son aquellos en donde a la jefatura femenina se suman hijos pequeños. En promedio, los ingresos de las jefas de hogar son un 28% menores que los de los jefes varones. Y el hecho de que las jefas de hogar son frecuentemente el único adulto de la familia, las obliga a asumir tanto el papel de proveedor como las tareas del cuidado y la crianza de los hijos y otras obligaciones del ámbito doméstico.
También se ha mostrado que cuando la mujer tiene un trabajo bien remunerado, es más probable que utilice una mayor proporción de sus ingresos en el bienestar de sus hijos (educación, nutrición, cuidado de la salud) que la que destinan para ese fin los hogares con jefatura masculina. Un estudio realizado en Guatemala reveló que, para alcanzar un nivel similar de nutrición infantil, se requieren gastos quince veces mayores si los ingresos preceden del padre y no de la madre.
Aprovechando esta certeza que la mujeres invierten en salud y educación para sus hijos y que son “mejores pagadoras”, desde el Banco Mundial hasta el Grameen Bank implementaron para ellas líneas de microcréditos, que sólo sirven para hundirlas más en la miseria. La experiencia de las campesinas bolivianas “beneficiadas” hasta la quiebra con estas políticas, cerró la boca de quienes desde el progresismo y el feminismo institucional los defendieron con el triste argumento de que una migaja era mejor que nada.
¿Por qué estas quiebras? Porque la feminización de la pobreza ha ido de la mano de la privatización y destrucción de los servicios sociales, de la reducción del gasto público. Pocos economistas se han molestado en cuantificar el aporte de las mujeres que sustituyen como pueden los déficit del sistema de salud, educación, vivienda y, en medio de esta
catástrofe social, han tomado a su cargo la alimentación de la población en comedores populares y merenderos a lo largo de todo el país.
TAMBIÉN SE HA FEMINIZADO LA EPIDEMIA DE SIDAFrente al marasmo, a primera vista, podría decirse que la miseria destruye por igual la salud de hombres y mujeres. Sin embargo, no es así. Como las mujeres son las más pobres entre los pobres, también su salud se ve más afectada. A esto se agrega la incidencia de la pautas culturales, que les endilgan el papel de “cuidadoras” de la familia, una jerarquía que las coloca últimas entre sus preocupaciones. Las mujeres llevan a su familia al hospital pero rara vez consultan para ellas mismas.
Otra de sus responsabilidades “naturales” es el cuidado de los enfermos: en caso de duda, alcanza con echar un vistazo a la propia historia o a la sala de internación de cualquier hospital: las enfermas están solas o son cuidadas por otras mujeres, mientras que los hombres son cuidados por la mamá, la esposa, la novia o la hija.
En un trabajo de la ONU de junio 2002 -La incidencia de la pobreza sobre la salud de las mujeres: Un repaso de las últimas noticias sobre el VIH/SIDA para América Latina y el Caribe- se destaca que “las desigualdades sociales entre hombres y mujeres han contribuido de una manera muy alarmante a la feminización de la epidemia de sida... Las mujeres, y especialmente las niñas, no tienen a menudo el poder para negociar las decisiones relacionadas a su vida sexual: no pueden decirle NO al hombre y por lo tanto no pueden negociar con él para tener sexo más seguro.
La feminización de la epidemia, que ocurrió simultaneamente con la feminización de la pobreza, demostró la relación directa que existe entre la pobreza y el VIH/SIDA”.
“Esta epidemia ha tenido los efectos más graves entre la gente más pobre del mundo, quienes principalmente son mujeres y niñas. La pobreza hace que éstas estén más expuestas al abuso y a un comportamiento de alto riesgo, como lo es el sexo. Incontables niñas y jóvenes se sostienen ellas mismas y a sus familias vendiendo o trocando el sexo. Junto con la pobreza, el analfabetismo y el desempleo, se dice que el machismo es una de las causas más importantes de la feminización de la epidemia de sida en la región. El machismo promueve y perpetúa las disparidades de poder, y por lo tanto, aumenta la vulnerabilidad de la mujeres jóvenes al VIH”.
LAS VÍCTIMAS SON PROTAGONISTASTal vez este abanico de miseria y desigualdad ayuda a comprender por qué la mujeres tomaron un papel protagónico en la rebelión argentina.
Las mujeres son hoy mayoría en los dos fenómenos políticos más importantes del presente: fueron mayoría en los cacerolazos y en las asambleas populares y son mayoría en los cortes de ruta piqueteros. Han entrado a la escena política con una decisión y un vigor que llenaría de orgullo a sus abuelas, las implacables anarquistas de principios del siglo XX, que llegaron a editar ocho números de un periódico llamado “La Voz de la Mujer”, en el que se analizaban con una agudeza envidiable los cruces entre las opresiones de género y de clase.
Las piqueteras argentinas, mujeres maltrechas por la pobreza pero de aire orgulloso y convicciones inconmovibles, que en agosto 2002 tomaron por asalto el Encuentro de Salta les contaron a las miles de mujeres que aceptaron compartir los talleres con ellas no de su sufrimiento sino de su pelea sin cuartel contra los responsables de su sufrimiento. Se podría argüir que esta pelea por la supervivencia deja relegada la reflexión dobre las temáticas que el feminismo radical impulsa entre las mujeres. No es así. Monolíticamente, las piqueteras “pusieron en caja” a las señoras de la iglesia que venian a predicar contra el aborto, contra los métodos anticonceptivos, a afirmar que la única relación tolerable a los ojos de Dios y la sociedad es la heterosexual y a decir que el hogar es el santuario de la femineidad. Y “pusieron en caja” significa exactamente eso: prescindiendo de los buenos modales.
Tal vez por el camino de cuestionar y combatir los santuarios del capitalismo se llegue -aunque sea heréticamente para el gusto de algunas- a destruir todos los santuarios de las opresiones, incluido el que, como decía Emma Goldman, ha convertido a la mujer en el obrero del obrero.
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