Nicaragua
A 20 años de la Cruzada de Alfabetización: memoria apasionada en tiempos de cólera y desaliento
En agosto del 2000 se cumplieron 20 años de la Cruzada Nacional de Alfabetización.
Miles de jóvenes nicaragüenses miraron hacia atrás en sus años
para hacer memoria y memorial de una hazaña que marcó sus vidas
José Luis Rocha
En la Nicaragua de 1980 todos éramos bastante mejores de lo que a trancas y barrancas hemos llegado a ser. En dos décadas se hipotecó la dignidad, se transmutaron los valores y se supo quién es quién, y no para solaz del ánimo ni edificación del prójimo. El filtro de la historia ha colado muchos mosquitos que le incomodaban al sistema y ha dejado pasar los camellos mejor cargados -sobre todo los procedentes de Miami-, con el salvoconducto del made in USA, of course.
Teniendo la certeza de que el ser humano es lo que las circunstancias le dejan ser, le empujan a ser y le sugieren ser, la nostalgia nos atenaza diciéndonos que difícilmente asistiremos en breve a una reedición de las circunstancias que vivimos en 1980, al abrirse una década donde emanó, con naturalidad, lo mejor de muchos nicaragüenses y extranjeros solidarios. Era otra era, cuando vivíamos al margen del mercado y las cosas tenían valor y no precio. Era otra era, antes de que viviéramos en la sección de desechos del mercado y antes de que su apertura nos arrojara encima un huracán de detritos culturales.
La Cruzada Nacional de Alfabetización es hija de esa década. Se desarrolló en un contexto excepcional y fue caldo de cultivo de los mejores apasionamientos. Para repetirla, "hace falta aquel estallido social que la hizo posible", dicen hoy quienes la coordinaron.
En el año 2000 celebramos el vigésimo aniversario de aquella gesta. Algunos se preguntan qué celebramos. Entre ellos, injustificada pero no inesperadamente, el actual Ministro de Educación, Fernando Robleto, quien sentenció que "no hay nada que celebrar." A semejante dislate, replicó uno de sus predecesores, Carlos Tünnermann: "Lo que hay que celebrar es que hubo un momento en el cual la educación fue prioritaria, un momento en el que Nicaragua fue una gran escuela. Celebramos que los brigadistas que participaron en la alfabetización, al terminarla ya no eran las mismas personas."
"Creo -dijo- que la idea de conmemorar este aniversario es para estimular a los jóvenes de ahora mostrándoles que hubo jóvenes como ellos que dejaron los centros nocturnos de diversión, las vacaciones y las discotecas, para irse a vivir con los campesinos y compartir todo con ellos."
Sólo un par de semanas después del 19 de julio de 1979, los sandinistas le propusieron al sacerdote jesuita Fernando Cardenal que organizara la Cruzada Nacional de Alfabetización. Antes del triunfo de la revolución ya estaba previsto que una de las primeras tareas para reconstruir el país sería la reducción del analfabetismo. Fernando puso manos a la obra. De sus años como profesor de filosofía de la educación, le había quedado un enorme aprecio por el enfoque del gran educador brasileño Paulo Freire. Aplicarlo a la Cruzada fue una de las mejores credenciales con que la supo dotar. La Cruzada estuvo inspirada en el método de Freire: al mismo tiempo que las letras, los alfabetizandos aprenden su realidad y su historia. Y así se "concientizan".
¿Por qué optar por una campaña tan masiva? ¿Por qué no avanzar paulatinamente en jornadas de alfabetización nocturnas? ¿Por qué no elegir un modelo más tradicional? El temor a las deserciones multitudinarias aconsejaba desistir de la idea de una gran movilización. Pero aquella era otra era. Y se pensaba de otra forma. Había que hacer algo a la altura de las necesidades y de los ánimos. Fernando Cardenal caviló y concluyó: había que darle un golpe definitivo al analfabetismo, y no hacer sólo algo y por puchitos. El censo de 1971 mostraba un 42% de analfabetismo. Luego se descubrió que era más del 50%. Unas 800 mil personas no sabían leer ni escribir ni hacer las operaciones matemáticas básicas.
El Ejército Popular de Alfabetización (EPA) se constituyó con unos 100 mil brigadistas, 60 mil de ellos y ellas alfabetizadores en la montaña. Tantos jóvenes trocarían un año de estudios por algo grande, masivo, nacional. El EPA se organizó en escuadras, pelotones, columnas y brigadas, para que los muchachos y las muchachas que habían sido espectadores admirados de la lucha contra la dictadura, participaran de otra lucha, "guerrilleros de la alfabetización" tras "barricadas de cuadernos y pizarras".
Los jóvenes querían sacrificarse por los demás. Estaban dispuestos a irse a las montañas. Sus familias les dieron permiso y apoyo, aunque preocupadas por dónde dormían y por lo que comían sus hijos y sus hijas. Pronto, el notable efecto concientizador de aquel proceso les llevó a entender que la dieta insuficiente que sus hijos padecerían por cinco meses era la que los campesinos venían sufriendo por siglos. En el caso de las muchachas hubo que romper con los tabúes que las limitaban a tareas delicadas y les vedaban el acceso a la aventura. En el caso de ellas, las familias tuvieron que desafiar también la estupidez citadina que suponía que los campesinos eran unos energúmenos dispuestos a violarlas al menor descuido, y desafiar el rumor de beatas que aseguraban verlas retornar a todas embarazadas.
Miles de mitos, prejuicios y discriminaciones se desplomaron. "El campesino dejó de ser un ente abstracto para convertirse en una persona cercana, a quien querer", recuerda Fernando Cardenal. Los alfabetizadores fueron adoptados por las familias campesinas. Y compartían con ellas la comida, la ropa, el frío, el piso o los petates. Las brigadistas llamaban papá y mamá a los cabezas de familia en cuyas casas habitaban. La brecha que separaba el campo de la ciudad empezó a estrecharse de forma acelerada.
La experiencia de la Cruzada nos dio una nueva perspectiva de la vida porque los brigadistas nos incorporamos a la cultura rural. Muchos nunca habíamos salido de las ciudades. Conocimos la geografía de Nicaragua y la miseria en que vivían nuestros campesinos. Aprendimos a lazar mulas, ordeñar vacas, rajar leña, sembrar frijoles, hacer tortillas, colocar aparejos, identificar raíces y hojas comestibles, cruzar ríos.
La gran escuela empezaba desde la madrugada. Y hay que reconocer que las brigadistas mostraron más capacidad para aprender y para insertarse que los brigadistas. Y por eso, fueron mejor cotizadas a la hora de distribuirnos por comarcas y lugares. Todos fuimos agricultores, todas rajaron leña y la cargaron, todas encendieron el fogón. Todos fuimos antropólogos y antropólogas, recopilando cientos de canciones y los populares cuentos de Juan Dundo y Pedro Urdemales. . Todos y todas adquirimos un nuevo vocabulario lleno de agrestes metáforas. Todos fuimos el hombre y la mujer ideales que Marx propone en algunas de las páginas de "La ideología alemana": cazadores por la mañana, agricultores y constructores de letrinas por la tarde, alfabetizadores por la noche... Como para producir una mutación cultural. En la Nicaragua rural se estaba incubando el hombre nuevo y la mujer nueva.
Un mundo nuevo, tallado a machetazos y amamantado con chicha bruja, conflictivo y bucólico, surrealista y susurrado, nos fue abierto por singulares personajes. Cada uno de ellos tuvo una cátedra a su cargo. Cátedras muy crudas y bien plantadas, porque no versaban sobre el mundo como debe ser, sino sobre el mundo que era, el existente. Mi cátedra fue en Rancho Alegre, a 213 kilómetros de Managua y a años luz de mis habituales nichos. Formé parte de la que quizás fue la escuadra más joven del ejército alfabetizador.
Cátedra de agricultura y supervivencia. Don Chimino, cobrizo y con mil laberintos en su cabeza, de ojos saltones como pulgas y experto en blandir el machete, dormía en el tapesco para burlar a los matones y no despegarse del maíz recién cosechado. Fue él, ducho en flujos lunares y hembras, quien me reveló que alguna ignorada visita de una mujer en su período menstrual había secado mi frijolar.
Don Chimino, cazador de chanchos de monte a punta de cutacha y domador de chocoyos rebeldes con bocanadas del humo de sus puros, podía pasar varias semanas en la montaña sin que le llevaran comida. Conocía millones de hojas y raíces comestibles, las presiones atmosféricas sin barómetro, los puntos cardinales sin brújula, el volumen de las precipitaciones sin pluviómetro y el momento y duración de las lluvias al puro canto de los gallos, al devaneo de los vientos, según la posición de las arañas y la agitación de cardúmenes de mosquitos.
Cátedra de erotismo y administración de empresas. El avieso y próspero Juan Lazo, célebre por mantener simultáneamente tres relaciones de pareja: con la esposa en la ciudad, con la mujer en la finca, y con la querida en la clandestinidad. Tres sacos de maíz, tres vestidos, tres pelotas de jabón, tres cortinas, tres sartenes, tres anillos, tres artículos que adquirir, tres sudores, tres aflicciones para cada ocasión, multiplicadas por el número de hijos de cada "sucursal".
Juan Lazo vivía en paz con sus mujeres y en permanentes trifulcas con sus vecinos. Los linderos de las tierras no estaban tan definidos y socialmente consagrados como los anchos linderos de su erotismo. Para los lances vecinales se apoyaba en su muy pobre primo Pedro Lazo. A él le alquilaba, para sembrar frijoles, las tierras en litigio, las expuestas a la expansión de incendios y las de cercos frágiles que no respetaba el ganado ajeno. Pedro Lazo era su seguro contra desastres naturales y provocados.
Cátedra de sistemas de pensamiento. El viejo Chu, que había sido juez de mesta de Somoza, de Tacho viejo, tenía un billar con dos únicas bolas, pero cobraba lo mismo que su único competidor de enfrente, con un billar como las normas y el vicio mandan. Y mejor así, porque los chelines iban cayendo a chorros. A sus 85 años el viejo Chu montaba a caballo como un quinceañero y embarazó a su mujer de 37 años. Se opuso inapelablemente a que instaláramos letrinas en su casa y a que contabilizáramos su ganado, porque nada era tan antinatural como la letrina ni tan cercano al comunismo como las encuestas que nos mandaban hacer para el Ministerio de la Reforma Agraria, el MIDINRA.
Cátedra de literatura y cosmovisión humanística. El llano y parsimonioso José, contador de "cuentos de camino", así llamados porque estaban originalmente destinados a entretener las largas jornadas en que debían transcurrir los viajes, era un oráculo en la región. José abría la boca y hacía desfilar a la Cegua y al Enano Cabezón, al Juan Dundo y al Pedro Urdemales, al propio Francisco de Quevedo, a la Mica Bruja...
José había sido hechizado mil veces: por rivales, por mujeres desairadas, por envidiosos y capataces. Durante largas temporadas fue alternativamente mudo, tuerto, renco, calvo, bizco, sordo... Siempre hubo algún costeño al que sus enemigos pudieron recurrir. Y siempre supo extraer de sus cuentos alguna moraleja redentora que obraba el conjuro.
Cátedra de machismo. Todos la impartían, especialmente el día de pago. Cada quince días los contadores de las haciendas, fincas y finquitas, comerciantes de ganado y coyotes del mercado de granos básicos y café, cancelaban los jornales a sus peones. Con el pago venían los vendelotodo, y el pueblo se convertía en un gigantesco mercado. Con los vendelotodo venía la algarabía. Con la algarabía, el guaro. Y con el guaro, se evaporaban los salarios. De esa gran destilería de los ingresos familiares, las mujeres ponían el lomo para recibir los coyundazos del orden instituido.
Como únicas capaces de velar por la administración, se plantaban a las puertas de la cantina esperando arrancar algunas migajas para hacer las compras de lo indispensable: la sal, el azúcar, el café, el jabón, alguna camisita para el tierno, los cuadernos para la escuela. Desde el fondo de una cajilla de cerveza, los hombres disfrutaban de un mundo sin patrones, trabajo ni obligaciones familiares. A orillas de la cantina, y dando de mamar al último hijo, las mujeres tenían los pies mejor plantados en la tierra.
De regreso a la casa transcurría el vía crucis, sosteniendo a sus maridos para que no se deslizaran de la silla del caballo, para alertarlos si rondaban sus enemigos, para limpiarles el vómito y, no pocas veces, para aguantar la paliza sin razón porque "a la mujer siempre hay que pegarle, si uno no sabe por qué, ella lo sabrá." Cada quince días, el retorno de lo mismo.
Cátedra de nutrición y profilaxis. El Comevidrio que, a condición de que le financiaran la cususa, estaba dispuesto a triturar y engullir cuanta bujía y vaso le pusieran por delante. Aseguraba que esa dieta era el mejor remedio contra las lombrices: sabido es que esos animalitos tienen debilidad insuperable por el azúcar, y no pudiendo distinguir el vidrio bien molido del apetecido manjar, mueren cortadas en el festín.
El Comevidrio hablaba latín, inglés y chino, o algún galimatías que se les asemejaba. Las lenguas más activas de la comarca aseguraban que había sido seminarista, pero que debió interrumpir sus estudios a causa de los apuros económicos de su familia. Contaba que la vocación frustrada la ahogaba en alcohol desde largo tiempo atrás.
Cátedra de lingüística. Don Eleuterio tenía una pulpería, la más próspera del pueblo. Cada vez que se cortaba el pelo recordaba aquella historia en la que la Muerte, no encontrando al que había llegado a traer porque se había pelado al rape pretendiendo evitarla, decidió en su apuro: "¡Mierda! Para no venir de balde, ¡me llevo a ese pelón!" Y desde su butaca sentenciaba: "A la Muerte no hay quien se le escape."
Don Eleuterio era enteramente analfabeto. Pero en su butaca llevaba las cuentas de la pulpería, apuntaba los fiadores y sus deudas, y no dejaba escapar chancho con mazorca. Los signos que anotaba en su cuaderno eran completamente ininteligibles para el resto de los mortales, pero él sabía descifrarlos aunque informaran de deudas de más de una década. Don Eleuterio quiso aprender a leer y escribir, y lo hizo sin dificultad a pesar de sus 80 años. Pero continuó llevando la contabilidad de su pulpería de acuerdo con el viejo sistema, más fiable y de probada eficacia.
Cátedra de teología. Hildebrando, pelo hirsuto a prueba de peines y cepillos, hablaba a tropezones y tenía once años. Reacio a la lectura, renuente a la escritura, siempre dispuesto a vagabundear por los montes, los pies cuerudos por callos indelebles, los brazos tasajeados por el filo del zacate. Siempre con la sonrisa desenfundada, llevaba la comida al campo a su papá y hermanos, ayudaba a echar las tortillas, a endulzar la chicha, a cargar la leña, a ensillar la mula, a tapiscar, a lavar y a soñar.
Porque Hildebrando era el chavalo de los sueños que hacía sus pronósticos sobre los tiempos mejores por venir. Y sobre la bonanza prevista y añorada trazaba sus acciones, regalaba sus camisas, prestaba sus botas, cedía su ración de carne. Primero los demás. Él sólo era el primero en recibir los regaños.
Hildebrando era eternamente lomo para la tajona y piernas para las coyundas, absorto en sus sueños. Estaba señalado como un jiñocuago. Una sobresaliente cicatriz en el mentón le recordaba que a las mulas no hay que acercárseles por detrás. Había quedado mudo por tres años, después de que un rayo le cayó encima y lo arrastró como mensaje telegráfico a lo largo de un cerco. Al menos eso fue lo que concluyeron sus hermanas cuando lo encontraron después de una tormenta, a medio kilómetro de la casa, inconsciente sobre el lodo y lleno de los arañones que le imprimió el alambre de púas. Pero, ¿quién podía dudar que Hildebrando era el elegido por Dios para mostrar la generosidad a cambio de nada, la gratuidad de su amor?
Cátedra de ginecología. Doña Ciriaca era Maritza por la pila bautismal. No fue una mala jugada del Almanaque Bristol la que le obsequió el sonoro nombre sino la fama de una tía suya, portadora de ese mismo nombre, a cuyas enaguas siempre andaba cosida desde pequeña. Doña Ciriaca, entre propósito y descuido, juntó dieciocho hijos. Dos perdió a temprana edad. Con ese expediente, tenía sobradas credenciales para ejercer el oficio de partera. Y a él se dedicó, para orgullo de su comarca, alivio de parturientas y escaso beneficio de su bolsillo.
Doña Ciriaca era apacible y dulce como los elíxires espirituosos que preparaba para ayudar a bien parir y restablecer los ánimos, ánimas y cuerpos quebrantados. Como sus elíxires, era ella la que imprimía carácter en su casa, la casa en que, como alfabetizador, tuve la suerte de vivir.
La Cruzada Nacional de Alfabetización se convirtió en un curso intensivo de cinco meses: del 23 de marzo al 23 de agosto de 1980. Tiempo record para reducir el analfabetismo del 51% al 12.9%. El camino estuvo erizado de obstáculos. Hubo 59 muertos, amenazas y presiones para que los brigadistas se regresaran.
El temor de que todo se desgranara fue permanente. Pero tras el asesinato de una joven brigadista a manos de incipientes grupos armados contrarrevolucionarios, surgieron dos consignas, acuñadas por sus compañeras brigadistas, quienes, en lugar de acobardarse, se resistieron a abandonar la milpa a punto de tapiscar: "Ni a balazos ni a patadas nos sacarán de la cruzada" y "La patria no será enteramente liberada, mientras no esté totalmente alfabetizada."
En un país donde todo se improvisa, la preparación de los brigadistas fue ejemplar, concienzuda, integral. Duró meses y abarcó muy diversas áreas: primeros auxilios -incluyendo identificación de culebras venenosas- métodos pedagógicos, adiestramiento físico, construcción de letrinas... La capacitación nos preparó para lo indispensable, para lo necesario y hasta para lo accesorio. Incluso para lidiar con los rumores, las famosas "bolas". Como aquella especie de que "los campesinos le estaban sacando los ojos a los brigadistas con los lápices".
Nos prepararon para hacer encuestas sin herir susceptibilidades ni abonar suspicacias, dando respuestas como la que se le dio a una anciana que temía que tras la encuesta vendrían los funcionarios del gobierno a expropiarle su máquina de coser. No se sosegó la viejita hasta que una de las brigadistas disipó sus dudas con un comentario certero: "Doñita, ¿y para qué va a querer el gobierno esa máquina vieja?" Nos preparon incluso para resistir a los bocones, terrible plaga de invierno que durante meses, especialmente por las tardes, se ensañaban con nuestras orejas, brazos, manos, cuellos y piernas, practicando en nosotros una incesante sangría.
La Cruzada nos preparó también para sentar las bases de una conciencia de gremio. La camaradería fue generalizada entre los brigadistas y las brigadistas. Todo era de todos. Uno para todos y todos para uno. Igual entre las muchachas. Los brigadistas vestían igual y compartían un mismo medio. Las diferencias fueron canceladas. La propiedad privada no provocaba ni siquiera un tibio entusiasmo.
El espíritu de hermandad se contagió al resto de la población, implicada o no directamente en la Cruzada. Cualquiera nos daba raid o nos invitaba a comer, nos ofrecía hospedaje en su casa. El prójimo aún no era alguien a quien ante todo hay que temer. La cotona y la escarapela con el logotipo de la Cruzada eran los mejores documentos de identidad, tarjetas de crédito y talismanes. Los servicios de anuncios en la radio, el teléfono y el telégrafo se nos ofrecían de forma gratuita. El crédito estaba abierto en pulperías, panaderías y comedores. La Cruzada involucró a todos en una conspiración de la solidaridad.
Han pasado muchos años, veinte años, y como al final de la canción de Joan Manuel Serrat llega esta nostalgia, ese dolor: "Se acabó: el sol nos dice que llegó el final. Por una noche se olvidó que cada uno es cada cual." Hoy el sistema sigue haciendo pensar a los campesinos que no tienen nada que enseñar y que lo mejor que pueden hacer es irse a la ciudad a vender agua helada en los semáforos. Porque la historia tiene múltiples ramificaciones, nos hemos deslizado en ésa en donde los campesinos vuelven a ser carne de la gran hacienda, carne de prostíbulo y otra forma de carne de cañón en las cada día más peligrosas calles de Managua.
¿Dónde están los alfabetizadores? Muchos ahora son gerentes de prósperas empresas y miran firmes hacia delante. El mundo visto a través de una botella de Chivas Regal no luce tan mal. Algunos trabajan en ONGs. La mayoría sabe disociar muy oportunamente los "principios" de su trabajo de los "finales" de su vida hogareña. No hay que contaminar la esfera privada con las opciones de la esfera pública. Se han vuelto expertos en administrar su esquizofrenia. Ahí quedaron el hombre y la mujer nueva, podridos por el enemigo, pero degollados por nosotros mismos.
Se transmutaron los valores. Del retorno a la evidencia, a lo simple, a lo indispensable, hemos caminado hacia la glorificación de lo superfluo y el culto a la apariencia. De la franqueza al disimulo, del estilo llano y directo a mil alambiques ensortijados. De ufanarnos por haber caminado horas, amansado un caballo, lazado mulas y ordeñado vacas, pasamos a jactarnos de los automóviles, las tarjetas de crédito, los clubes y los posgrados que acumulamos. Lo que tenemos proclama lo que somos. El "Miami way of life" pudo contra la cultura revolucionaria. Perdimos esa batalla... la más decisiva.
Desde que el sabio Heráclito enunció que nadie se baña dos veces en las aguas de un mismo río, el sabor de lo irrepetible muestra más su insoportable levedad. Así cae por su propio peso que el inventario de lo que teníamos en la Cruzada Nacional de Alfabetización es inevitablemente el inventario de aquello de lo que carecemos actualmente.
En el fondo, y quizás no tan en el fondo, muchos pensarán que nos sobran compensaciones, que hoy tenemos Metrocentro -aunque los pobres coman menos y mal-, que hoy tenemos vehículos de lujo por las calles de Managua en número proporcionalmente superior al de cualquier ciudad de los Estados Unidos -aunque muchos pobres gasten el 50% de su salario en el pésimo transporte público-, que hoy tenemos muchas más universidades -aunque sean mediocres y los niveles de deserción escolar se hayan disparado Y así, con tantas cosas más que hoy tenemos...
¿No queda más que resignarnos y esperar tiempos mejores? La generación que participó en la Cruzada tiene un papel protagónico en la tarea de cambiar a Nicaragua. Todos los seres humanos somos capaces de gestas heroicas. Los que hicimos la Cruzada tuvimos la oportunidad de desarrollar esa capacidad. "Nicaragua se nos destruye social y políticamente, económicamente, ecológicamente, moralmente, y tenemos que salvarla," les dijo Fernando Cardenal a los brigadistas de hace dos décadas en la celebración jubilosa y evocadora de aquella hazaña. Quizás podamos hacer que el río pase nuevamente por donde tiene que pasar y riegue lo mejor de la juventud que hoy todavía tenemos.
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